Una crisis política es cualquier situación conflictiva que genera inestabilidad e incertidumbre en un sistema político, influye en las conductas de sus actores y produce costos de distinta índole (materiales, simbólicos, reputaciones, institucionales) y de efectos variados (corto, mediano y largo plazo). Las crisis surgen como eventos o problemas puntuales que no fueron contenidos, encauzados o solucionados total o parcialmente en sus instancias iniciales mediante mecanismos formales o informales, existentes o diseñados ad hoc. El tiempo juega un papel central: cuanto más se demore en detectar y/o reaccionar adecuadamente a una crisis, mayor alcance tendrán sus consecuencias.
Los sistemas políticos estables e institucionalizados tienen recursos suficientes como para reaccionar a estos eventos en estadios tempranos de su desarrollo, aplicando procedimientos estandarizados y limitando las externalidades negativas o efectos tóxicos que podrían producir. Por el contrario, los sistemas políticos como el nuestro (disfuncionales, fragmentados, volátiles) tienen las defensas demasiado bajas para evitar que crisis objetivamente acotadas o puntuales tiendan a escalar, incrementando consecuentemente los costos a pagar y convirtiendo en urgentes cuestiones que podrían y deberían resolverse mucho antes.
Uno de los desafíos más importantes que tienen los gobiernos consiste en identificar eficazmente cuestiones que potencialmente pueden derivar en una crisis. Para eso resulta indispensable aplicar criterios analíticos amplios y flexibles (evitando los sesgos teóricos, ideológicos y/o profesionales) elaborando escenarios contingentes con una visión estratégica y contando con información adecuada tanto en cantidad como en calidad. Si los gobiernos reaccionan y toman decisiones de forma improvisada, sin un método riguroso para evaluar riesgos e impactos, aumentan las probabilidades de que el problema se agrave y pueda convertirse en una crisis de legitimidad, incluso de gobernabilidad. Un ejemplo típico fue el escándalo de las “coimas en el Senado” durante la administración del vicepresidente Carlos “Chacho” Alvarez, la implosión de la Alianza como coalición gobernante y el estallido de una crisis de legitimidad que derivó en la peor crisis de la Argentina contemporánea, tal vez la peor de toda nuestra historia.
A menudo las crisis tienden a agravarse porque motivan (o son resultado de) disputas internas dentro de un gobierno, en particular cuando involucran agencias estatales que mantienen diferencias por recursos e influencia en una determinada área. Esto obstaculiza una adecuada coordinación e intercambio de información entre las partes. Más aún, cuando varias jurisdicciones son parte de la trama (gobierno nacional, provincias, municipios), o distintos poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo, Judicial), las dificultades para identificar y procesar un conflicto determinado suelen ser tan grandes que fácilmente pueden convertirse en una crisis de significativa importancia.
El caso Maldonado. Ahora que el semanario británico The Economist le ha dedicado una columna en su edición en papel, pocos en el gobierno dudarán de que el caso Maldonado es, en efecto, una crisis política de envergadura y con repercusiones internacionales. Hace semanas que muchos inversores con activos financieros o proyectos en la economía real venían preocupándose por esta cuestión, sorprendidos por la tibia reacción de una administración que ha mostrado repetidamente una notable incomodidad para dar cuenta de cuestiones de orden público que no considera prioritarias, o no forman parte de las preocupaciones más significativas de su base de votantes. Es interesante que, originalmente, quien habló del tema fue Patricia Bullrich, a cargo de Seguridad. El propio Gobierno derivó luego la cuestión al área de Justicia, más precisamente al secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj. Es decir, en vez de considerarlo como una cuestión de inseguridad ciudadana, la propia administración Macri terminó convalidando que se trata de un potencial caso de desaparición forzada de persona, como figura en la carátula de la investigación. Si eso es así, ¿no amerita acaso que el propio Presidente le hable al país explícitamente del caso Maldonado?
Otro poder que está sorprendentemente paralizado es el Legislativo. Más allá de alguna sobreactuación durante el informe regular que realizó Marcos Peña como jefe de Gabinete, y de alguna chicana marginal en el marco de una campaña electoral también desactivada al menos por ahora, el Congreso también parece resignado a enterarse y seguir el desarrollo de la crisis por los medios de comunicación. ¿No podría una comisión de legisladores facilitarle al juez a cargo de la investigación las condiciones para ingresar a las “tierras sagradas” mapuches negociando un conjunto de reglas de empeñamiento para evitar cualquier tipo de exceso o malentendido? ¿Cómo puede ser que la Justicia Federal no pueda revisar una zona crucial para esclarecer el caso?
En el país donde con un simple corcho se pretende tapar el caso Odebrecht, donde ni siquiera sabemos fehacientemente el día en que murió Alberto Nisman, ni si fue en efecto asesinado (mucho menos el autor material o intelectual de ese potencial crimen), nadie puede sorprenderse de que la Justicia Federal sea parte del problema y no de la solución. Pero que el juez pretenda manejar esta compleja situación a la distancia, desde su cómoda oficina en Bariloche, parece un exceso, aun para los lamentables estándares a los que nos tienen acostumbrados.
Es cierto que, impotente frente al resultado de las PASO, sobre todo frente a la leve pero perceptible recuperación económica, el kirchnerismo, la izquierda dura y otras expresiones de la fragmentada oposición se aferran al caso de Santiago Maldonado con la esperanza de que tenga algún impacto efectivo en el proceso electoral. ¿Explica esto la poca voluntad de cooperación con la investigación demostrada por su propia familia, así como por la comunidad mapuche involucrada en este conflicto? Seguramente la profunda desconfianza entre todas las partes, alimentada por
la insensibilidad de un gobierno ajeno y distante, constituya una razón de más importancia. Pero las crisis exponen también lo peor de los sistemas políticos (y de las personas que lo integran): los egoísmos más extremos, las miserias peor disimuladas, el desparpajo para ocultar o mentir si fuera necesario.