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Ansiedad

La ansiedad puede confundirse con el apuro, la respuesta automática y otras variantes. Es cierto que, como en todo, hay grados y extremos en los que esta alteración requiere la consulta profesional o la medicación. Pero en los casos habituales, uno puede frenar la ansiedad con un simple: “hay tiempo”. Oponerle a la urgencia el largo plazo puede traer la calma necesaria para actuar fuera de los márgenes inquietos de la época. Hagan la prueba. Cada vez que algo se imponga o apremie en su demanda, dejen ir ese mandato interno y reflexionen sobre el largo plazo, sobre las veces que solo estamos disponibles por responder a la urgencia de Otro y no a nuestro tiempo interno. Tomar distancia y pensar si realmente necesitamos resolver eso aquí y ahora permite discernir. Y es que de verdad hay tiempo para todo, y aunque no lo parezca. Hay tiempo para detenerse a cruzar dos palabras con un vecino, para hacer un favor, para resolver un imprevisto, para jugar con los hijos, para ver una película, leer o escribir un libro. No se trata de la escasez del tiempo sino del vínculo que establecemos con él, de una jerarquización de valores.

Como les digo a mis alumnos en los talleres de escritura: el tiempo se inventa porque tiempo siempre habrá. Estamos en y para el tiempo. Somos ese transcurrir. Y también lo seremos en el futuro, porque el tiempo es finito en relación con la muerte, pero al mismo tiempo es infinito. El tiempo se crea segundo a segundo en cada elección vital. Incluso el tiempo para disfrutar, o sobre todo ese tiempo improductivo del que tanto nos cuesta asirnos.

El tiempo es una forma de percibir la realidad. Una atmósfera en la que estamos inmersos, existiendo. Una medida humana. Y no es verdad que el tiempo se acaba, como dicen en los programas de televisión que venden cada segundo de acuerdo al rating. “Tenemos que terminar porque ya no hay tiempo”, y así cortan a cualquiera que esté diciendo algo importante por mandar anuncios para persuadirnos al consumo. Es raro. Somos una sociedad en la que “no hay plata” aunque sí más y mejores formas de decirnos qué cosas específicas deberíamos consumir. Pero salgamos de la lógica televisiva y volvamos a la del tiempo. Decía que el tiempo está y tiempo hay, porque el tiempo es. Se puede preferir que no lo haya, incluso se lo puede milimetrar para ponerle un valor monetario y volverlo mercancía. Sin embargo, mientras vivamos, el tiempo será y habrá instantes para todo. El tema es entonces la administración del mismo, el modo en que nos entregamos a él o lo ponemos a nuestro servicio. A veces tengo la sensación de que el tiempo es como el aire, o como una persona amada. Está ahí con nosotros aunque no lo veamos, o aunque efectivamente él o nosotros nos hayamos ido. El tiempo es un estado que nos habita, una forma de estar siendo parte de un tipo de realidad que construimos.

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Hace una semana, todos estamos repitiendo que el tiempo es superior al espacio, porque escuchamos que sobre eso escribió el papa Francisco. Pero ¿qué significa eso? La expresión surge de, entre otros documentos, las encíclicas Lumen Fidei (57) y Laudato Si’ (178), como también de las Exhortaciones Apostólicas: Evangelii Gaudium (222), Amoris Laetitia (3 y 261) y Christus Vivit (297). Francisco piensa el espacio a partir de la voluntad de poder, es decir, de la tierra como bien adquirido, metros que se perimetran y defienden. El tiempo, en cambio, se vincula al límite, como decía antes, a la finitud del mismo. Para evitar ser conducidos por las ambiciones deberíamos poder administrar ese tiempo finito, oponernos a “hacer todo y hacerlo ya”. Por esta vía podríamos crear procesos dinámicos que prioricen el bien común a la reducción del tiempo a moneda de intercambio. El progreso humano implicaría así un “proceso” de largo plazo que contiene en sí mismo una prerrogativa temporal. El tiempo vence la rigidez del espacio, que delimita y enjaula, fluyendo hacia la novedad, es decir, enviándonos en busca de soluciones que hagan crecer y desarrollar el futuro de los hombres.