Los velatorios, a mi entender, no funcionan como despedida. La despedida en sentido estricto comienza con el cortejo fúnebre, con la escena neta del empezar a irse. Las calles de siempre ofrecen, impiadosas, su inaudita normalidad, indicando que la vida sigue (que la vida siga, y que siga como si tal cosa, no resulta necesariamente un consuelo, y hasta puede resultar una crueldad).
La despedida en sentido estricto continúa, y acaso se concretiza, al bajar el cajón a la fosa, en el golpe seco de la tierra removida en la madera del ataúd. No hay daño ni hay perjuicio en hundirlo y en que quede tapado, precisamente porque ahí, en ese cajón, ahí, en esa tumba que apenas comienza, ya no hay nadie (sólo restos). La despedida sucede también al dejar el cementerio (al dejar al muerto ahí), volviendo por donde se vino: el mismo recorrido, el mismo portón, las mismas calles, pero en sentido inverso (y con uno que falta).
El velatorio, en cambio, según creo, corresponde en realidad al reflejo retentivo; es del orden del tener, del todavía tener; es del orden del quedarse y plantea, por eso mismo, dilemas de duración (están los que quieren permanecer ahí toda la noche; están los que se quieren ir cuanto antes; están los que, inestables, van y vienen).
Cada cual tramita como puede su pena, un poco como lo escribió Tolstoi acerca de las familias. Están los que callan (lo hacen porque, ante la muerte, no hay nada que decir), están los que hablan sin parar (lo hacen porque, ante la muerte, no hay nada que decir); están los que se anonadan y están los que se euforizan; están los que lloran a gritos y los que no consiguen llorar; están los que le hablan al muerto
(o le cantan, si eso cabe) y los que murmuran para sí desvelos inaudibles. Están los que no pueden creer y están los que creen, porque es lo único que pueden hacer.
La primera vez que asistí a los rituales de la muerte fue en la casa de mi abuela, en La Paternal. Había muerto un vecino. Lo velaron en su casa, en un contexto de barrio (eso mismo que Julio Cortázar describe en el comienzo de “Las puertas del cielo”). A la mañana, en el momento en el que el cortejo fúnebre partía hacia el cementerio, todos los vecinos salieron a la puerta de sus casas a despedir al que se iba. Los negocios, que eran pocos, bajaron sus persianas suavemente. Se hizo, y se me grabó para siempre, un silencio muy profundo. Silencio ante la muerte. Y ante el dolor de los demás. Porque a veces, ante el dolor de los demás, y sobre todo cuando los demás somos tantos, lo mejor que se puede hacer es un poquito de silencio.
No habría de faltarles tiempo a los que tienen vocación de jueces, de fiscales, de verdugos, tan cargados de ansiedad. La vida, aunque no parezca, es larga. Un poquito de paciencia había que tener. Un poquito, nada más.