“¿Por qué no vamos por Irak, además de Al Qaeda?”, disparó Donald Rumsfeld el 12 de septiembre de 2001. El dato fue develado por Bob Woodward en Bush en guerra y demuestra el deseo de los “neocon” de alcanzar el viejo anhelo de dominar los inmensos recursos petroleros del Golfo Pérsico. La pregunta había sido formulada por el jefe del Pentágono en la reunión de máxima seguridad que se realizó en la Casa Blanca cuando todavía ardían las Torres Gemelas. Escuchaban el presidente George W. Bush, el vicepresidente Dick Cheney y la canciller Condoleeza Rice. Pero no hubo respuesta. No era necesario. Los halcones republicanos compartían la tentación de utilizar la conmoción en la que había quedado la opinión pública estadounidense para derrocar a Saddam Husein de Irak.
El plan de invadir Bagdad se había diseñado mucho antes de que un grupo de fanáticos musulmanes cometiera el mayor atentado de la historia. De alguna manera, el 11S fue la excusa perfecta para ponerlo en práctica.
Rumsfeld y Cheney, junto a Samuel Huntington (autor de Choque de civilizaciones, la Biblia de los reaganianos) y otros próceres del conservadurismo norteamericnao fundaron en 1997 el Proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense. Desde ese think tank reaccionario se reclamó “una política de fortalecimiento militar y claridad moral” cuyo principal objetivo era lograr un “cambio de régimen en Irak” para permitir la llegada de aliados de Washington que garantizaran el suministro de petróleo para los Estados Unidos.
Montado sobre ese paradigma, Bush engañó a la opinión pública nortemaericana sosteniendo que Osama bin Laden y Saddam Hussein representaban lo mismo, cuando en verdad, se trataba de enemigos internos dentro del mundo islámico. Pero el presidente de los Estados Unidos mintió y aseguró que el ataque contra las Torres Gemelas fue orquestado en Irak. No obstante, nunca se comprobó que existiera algún vínculo que uniera a Al Qaeda con Saddam.
Más tarde, Bush continuó con esa argumentación y su trama de engaños llegó al propio Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, donde Estados Unidos intentó demostrarle al mundo que Hussein tenía un arsenal de “armas de destrucción masiva”. Nunca apareció.
Obama había llegado a la Casa Blanca prometiendo cambiar la imagen de desprecio por las instituciones internacionales que había ofrecido Bush. Aclaró que las mentiras dejarían de ser la herramienta diplomática para diseñar una estrategia de política exterior. Juró que Estados Unidos nunca más desoiría a sus aliados y que no se tomaría ninguna decisión sin consultar a las Naciones Unidas.
Pero el fragor de la batalla que Washington está iniciando hizo olvidar las promesas de Obama. El “síndrome de Irak” está presente en la Casa Blanca y tanto el presidente como su canciller, John Kerry, intentan demostrar que esta vez no quedaran dudas sobre las “pruebas” que Estados Unidos invoca para lanzar una nueva guerra. El problema es que son muchos los interrogantes todavía abiertos sobre la utilización de armas químicas en Siria.
Es necesario que el dictador Bashar al Assad conozca un límite. La comunidad internacional debe decirle basta a la masacre que se está produciendo en Siria. Pero el fantasma de los errores de Irak sobrevuela el escenario internacional. Y nada bueno sale de ese lodo.
Obama se convirtió en presidente jurando que no iba a repetir los errores de Bush. Esta semana, hizo todo lo contrario.