Unos amigos queridos decidieron casarse en Brasil, ahora que el Estado donde viven (Santa Catarina) legalizó el matrimonio universal (es decir, para cualquier persona, sin distinción de sexo o género).
Como se sabe, el Congreso Nacional de Brasil está dominado por la poco gay friendly perspectiva evangelista y, por lo tanto, la universalización de los derechos se va dando Estado por Estado (Paraíba y Santa Catarina fueron los últimos en modernizar sus legislaciones, y suman ya 14 los Estados que admiten el matrimonio entre personas del mismo sexo).
Decididos a participar de una celebración al mismo tiempo tan íntima y tan política, viajamos (¡con millas, con millas y sin dinero!) para tirar arroz a los contrayentes.
La ceremonia no fue, sin embargo, tal, sino más bien un trámite cumplido ante un funcionario del registro civil del barrio, que no era juez ni nada semejante, sino apenas el encargado de leer en alta voz el documento que los contrayentes habían encargado previamente y que se presentaban a firmar en presencia de testigos.
Si bien el juez Davidson Jahn Mello declaró que “a partir de ahora, el servicio de notaría y registro civil estará autorizado a casar parejas independientemente de su sexo”, el documento era la conversión de la unión legal (de la que ambos ya gozaban) en unión matrimonial, trámite que mis amigos aceptaron para obviar la pesadilla consular de pedir partidas de nacimiento a Buenos Aires y que, tal vez, éstas llegaran una vez que la ira evangelista se hubiera desatado sobre el verde Brasil.
Más modernos que todos los modernos, Raúl y Oscar aceptaron un acto civil que parecía salido de una fantasía radicalmente laica donde todo sentimentalismo quedaba puesto entre paréntesis, porque lo que importaba era no tanto la celebración de una unión que lleva ya 28 años, sino el reconocimiento cívico, ciudadano, de aquello que hasta entonces estaba al margen de la ley.