Se acercan las elecciones que de una u otra forma condicionarán el futuro del Gobierno nacional y de la oposición. El clima se espesa, crujen los intereses en juego y se potencian los antagonismos. Es por ello que las posiciones públicas sobre el devenir económico resultan tan teñidas por la pertenencia política.
En este contexto sin matices, el objetivo de esta columna es presentar algunos apuntes de la economía, teniendo como foco las preguntas que día a día nos hacen empresarios, inversores, políticos e incluso familiares y amigos. La preocupación es lógica, el argentino promedio ha sufrido toda clase de experiencias traumáticas.
La primera definición es que no estamos ni vamos camino a una crisis. Hay pocos elementos objetivos que nos remitan sin escala al Rodrigazo de los 70, la hiperinflación de los 80 o la crisis de 2001. Agitar fantasmas del pasado puede tener algún rédito político, pero es poco responsable.
Es evidente que la situación económica se ha deteriorado en los últimos años. El tipo de cambio dejó de ser competitivo, el superávit comercial depende de los controles, el superávit fiscal primario es mínimo, la inflación es alta y las reservas internaciones del BCRA ya no son abundantes. Pero no hay que confundir esta pérdida de margen de maniobra con el preámbulo del estallido, como muchos vaticinan. Veamos entonces cuáles son los lineamientos básicos de esta nueva argentina, mucho más compleja de analizar y muy poco extrapolable a otras experiencias históricas.
La actividad seguirá en expansión aunque a un ritmo moderado, en torno al 3% este año. Es un crecimiento que no se percibe en la calle, que no empuja como antes. En términos prácticos, no a todos les está yendo bien, algunos comercios abren y a los pocos meses cierran, se tarda más en alquilar una propiedad, en vender el auto, y la competencia por el cliente es agresiva.
Es una economía mucho más heterogénea, con sectores favorecidos y otros complicados. Por caso, la dinámica que tendrá Neuquén beneficiada por sus extraordinarios recursos y el renacer petrolero de YPF será bien distinta a la de Mendoza, castigada por un tipo de cambio atrasado que golpea a la industria vitivinícola. También a nivel de sectores las perspectivas son muy disímiles. El elevado ritmo de expansión de la industria automotriz contrasta con la retracción del negocio inmobiliario. La dispersión en la performance a nivel geográfico y de sectores genera percepciones muy distintas de cómo marchan los negocios.
Lógicamente, la inversión avanza en función de estas realidades. El abanico es también amplio. Hay empresas en retirada porque consideran que el riesgo es muy elevado. Otras, muchas pymes, siguen apostando a expandir sus negocios en los espacios que dejan las grandes. Muchas trasnacionales con ganancias acorraladas en pesos optan por seguir capitalizándose. La percepción es que hay que aprovechar el tipo de cambio oficial –bajo– para incorporar bienes de capital (en su mayoría importados), si es posible utilizando líneas de crédito subsidiadas. La construcción, que explica casi la mitad de la inversión, avanza a dos ritmos. Lo obra privada pierde impulso por el cepo al dólar y la preferencia por liquidez (cash) en dólares. En cambio, la obra pública está repuntando con el aporte del Estado que necesita moderar el déficit en infraestructura.
El empleo es una de las variables que más va a sufrir. La demanda laboral hace tiempo dejó de ser insaciable y en algunos sectores (como la construcción) se percibe el estancamiento. El costo laboral se ha disparado en los últimos años por lo que las empresas son muy reticentes a aumentar su dotación y, en muchos casos, buscan incorporar tecnología y maquinaria que les permitan hacer lo mismo con menos personal o mucho más con el mismo. Es natural, ser más competitivo implica aprovechar al máximo los recursos, pero el cóctel crecimiento bajo, salarios elevados, tipo de cambio retrasado e inversión anémica deriva en mayor desempleo.
Los salarios tampoco ayudan demasiado. El Gobierno está tratando de contener la inflación recurriendo a controles de precios y límites en las negociaciones paritarias. Los aumentos, que promedian 24% para los trabajadores registrados, sólo alcanzan para preservar el poder de compra. En otros términos, las familias pueden consumir –en promedio– lo mismo que consumían el año pasado. Es por ello que los bancos siguen consolidando su rol de complemento del salario, financiando los gastos menos necesarios (vestimenta, entretenimiento, cambiar el TV o el auto).
Otro de los focos de preocupación estructural es el dólar. No hay que temer saltos abruptos en el tipo de cambio oficial luego de las elecciones. El Gobierno cree que un ajuste violento del TC con una inflación que hoy se ubica por encima de 20% sería abrir una caja de Pandora. De hecho, el cepo al dólar, los controles a las importaciones e incluso el flamante blanqueo de capitales surgieron como el camino alternativo, elegido para no darle la razón a “los devaluadores”. ¿Es sostenible esta política? Sí, por algún tiempo. Mientras tanto, hay que pensar en una tasa de devaluación –oficial– que converge a 25%.
El Gobierno tiene claro que las reservas internacionales ya no son tan robustas y que el excedente comercial es precario –aún en un contexto de cosecha de soja récord–. Pero, puesto en la disyuntiva entre devaluar o frenar fuertemente las importaciones, va a volver a optar por lo segundo. Además, más tarde o más temprano, seguirá avanzando sobre otros canales, como el turismo, que percibe como mecanismos indirectos para la fuga de divisas. El camino elegido es el control y la restricción, por lo que el ajuste típico de mercado (por suba de tipo de cambio) quedará pospuesto.
En suma, los tiempos que corren van a ser distintos. Abundancia, homogeneidad, libertad, excedentes, son términos del pasado. Lo que viene es la moderación, la heterogeneidad, la selectividad, la restricción, el control. Una economía sin brillo, pero tampoco en la sombra.