1. Coincidencias. En un día cualquiera de su Cuaderno de notas, Henry James redacta los argumentos de tres cuentos y de una novela (que escribirá). Luego, se queja: Nada. Así comienza también una novela de Tom Stoppard, cuyo título no recuerdo. Cuenta que el día en que comienza la Revolución Francesa, Luis XVI anota en su diario la misma palabra.
2. Moebius. Salvo cuando Borges la mejora al traducirla, volviéndola asimilable a la de un epígono, la obra de Kafka parece intemporal, más aún, primitiva. Sin embargo, pensada de alguna otra manera (no sé cuál, pero podría ser acronológica, como el desplazamiento y la evolución de las formas de un discurso) puede leerse como precursora de la literatura religiosa y apologética judía. Lo curioso es que esta literatura, con su pasión argumentativa, prefigura a su vez el oficio de abogado, que Kafka ejerció.
3. A llorar se iba a la Iglesia. Desde los 18, 20 años, imagino una novela sobre Alejandro Magno. Pero debe de haber quinientas, mil, quinientas mil sobre el personaje. ¿Para qué una más? Muy sencillo: para conquistar la cima narrativa del género histórico-biográfico, escribir la gran novela del mayor megalómano de la historia, fuente de inspiración del resto (Genghis Kan se ocupó de conquistar las veintidós ciudades que se llamaban Alejandría; Napoleón soñaba con el camino de Alejandro, etc.). La competencia por el trono me disuade de antemano.
4. Snobismo. Veo Esperando la carroza, una vieja película argentina. De inmediato me resulta insoportable el grotesco llevado al extremo, la sobreactuación estridente, el griterío, la complicidad satisfecha de cada actor con la grosera definición de su personaje. Estoy a punto de apagar la televisión y de golpe me doy cuenta de que el asunto que sostiene la historia es el mismo que el de Rey Lear. Apago, pero me prometo que en otra oportunidad seguiré la película hasta el final.