La crisis desatada por la muerte de Alberto Nisman ha modificado, posiblemente de manera definitiva, las prácticas habituales de la política en general y del Gobierno en particular. Ni siquiera parecen funcionar las pocas reglas del juego formales e incluso informales que hasta ahora regulaban, aunque sea con excesos y tropezones tan evitables como evidentes, las peleas por el poder. Parece que abandonamos la utopía del “vamos por todo” para entrar en el infierno del “vale todo”. Volvieron las muertes políticas. Y como advirtieron los fiscales, la de Nisman puede no haber sido la última.
A diferencia de lo que ocurría hasta ahora, ya no son los ciudadanos comunes las víctimas típicas de la corrupción y la desidia de un Estado gigante e inútil (de los Cromañones cotidianos: las bandas del narco, la desnutrición, la patética infraestructura vial que estrangula a los argentinos). Finalmente, el miedo y la sensación de descontrol irrumpieron también en la vida cotidiana de las elites. Parece que era cierto que el Estado iguala e incluye, pero para abajo: finalmente nadie puede estar tranquilo. Ni siquiera un fiscal federal, que vivía en el barrio más caro y seguro de Buenos Aires, y que supuestamente tenía asignados diez custodios.
Entramos en un terreno de altísima volatilidad e incertidumbre. Y no sólo porque se afirma la sensación de impunidad, o porque estemos siendo testigos involuntarios de una guerra de mafias enquistadas en el poder. Genera escalofríos la torpeza y las grotescas bufonadas de las que son protagonistas las principales autoridades del Poder Ejecutivo, comenzando por la Presidenta de la Nación. Argentina ya tenía una pésima imagen internacional antes de que volviera a las primeras planas de los principales medios del mundo como consecuencia de la muerte de Alberto Nisman. Era considerado un país aislado, pendenciero, mentiroso, un defaulteador serial, una republiqueta bananera con políticas tan necias como erráticas. Ahora estamos mucho peor. Gracias a la incontinencia tuittera de CFK, también seremos reconocidos por la grosería, el mal gusto y la falta absoluta de sentido común.
Cristina puede ser criticada de casi todo excepto de carecer de criterios consistentes y muy homogéneos para tomar decisiones. Siempre hizo lo que quiso sin pensar demasiado en las consecuencias. Hizo de sus caprichos una política de Estado. Y como diría Frank Sinatra, lo hizo siempre a su manera. En efecto, hay un común denominador entre sus guasonas burlas a la cultura y la identidad chinas (vale la pena recordarlo: en medio de una visita oficial para firmar un acuerdo estratégico tan polémico como el pacto Roca-Runciman) y, por ejemplo, seleccionar a Amado Boudou como compañero de fórmula, recurrir al financiamiento inflacionario del déficit fiscal (y designar a Guillermo Moreno primero y a Axel Kicillof después como zares de la economía), firmar el pacto con Irán, promover una pelea absurda y suicida entre los servicios de inteligencia y pretender ser la principal víctima de la muerte de Nisman. Siempre tan obsesionada por no aparecer débil, por no ceder, por no negociar, termina su presidencia en medio de una situación escandalosa y lamentable. Y todavía faltan diez meses eternos hasta que entregue el bastón presidencial.
¿Qué puede pasar en este ínterin? De todo, y no sabemos en qué orden, como afirmara alguna vez Juan Carlos de Pablo, uno de los más agudos observadores de la realidad nacional. Literalmente de todo. El proceso electoral se desarrollará en un clima muy complejo, sumamente irregular. Comienza caracterizado por circunstancias que parecían erradicadas en la frágil democracia argentina: miedo, muerte, violencia, ¿qué más? ¿Cuánto más daño habrá de hacer el Gobierno antes de irse? ¿Cómo reaccionará la sociedad? ¿Cuáles serán las implicancias políticas y sobre todo en términos de comportamientos electorales?
Hay otros enigmas particularmente relevantes. Por ejemplo, ¿estarán los gobernadores e intendentes peronistas dispuestos a arriesgar sus distritos y su futuro para seguir apuntalando un liderazgo presidencial tan egocéntrico, errático y autodestructivo? De esto depende una eventual recomposición del equilibrio político-electoral, incluyendo cuál será la porción de los preciados “territorios” que el peronismo habrá finalmente de ceder al radicalismo, al PRO y al Frente Renovador. Es decir, de estas elecciones emergerá un sistema político mucho más plural y diverso, que condicionará la formación de mayorías parlamentarias y obligará a lograr consensos mediante farragosos procesos de negociación. La definición de ese nuevo mapa se está gestando en estas tristes horas.
Sin embargo, el interrogante más importante es si la Argentina aprenderá desde el punto de vista institucional de esta experiencia tan traumática. Más allá de su personalidad y de sus patéticos errores, la gestión de Cristina Fernández de Kirchner debe servirnos para tomar conciencia de los inmensos riesgos que corre la sociedad por tener una presidencia tan poderosa, abrasiva y carente de controles y contrapesos efectivos. Resulta indispensable limitar de forma certera y contundente la discrecionalidad con la que cuenta el presidente en el manejo de recursos económicos y políticos. Esta institución presidencial, montada para peor en un aparato estatal mal organizado, opaco y carente de profesionales bien entrenados, fundamentalmente en su personal jerárquico, constituye una amenaza para la libertad y la seguridad de los ciudadanos.
En la medida en que sigamos sin construir instituciones de gobierno razonables, controladas y eficientes, que potencien y a la vez limiten los liderazgos individuales para que revitalicen la vocación participativa sin poner en riesgo el equilibrio de poderes, seguiremos indefectiblemente a la deriva. Seguiremos creyendo que tal o cual persona, tal o cual ismo, es el problema o bien la solución. Y cuando estamos metidos en la locura del día a día, es muy difícil no tentarse y pensar que cualquiera que venga será menos malo, que nada puede ser peor. Nos aferramos a la utopía individualista, al atajo típico que nos pueda sacar de tanta decadencia y postración. La solución es más lenta y tediosa, no es individual, requiere una gran apertura mental, generosidad y sobre todo pensar en el sistema democrático y no en la suerte o el destino de sus protagonistas.
Que por ahí esta vez aprenden, aunque sea para no terminar como Cristina.