El nuestro no es un país tan complicado como muchos creen. Cuántas veces escuchamos que se trata de un caso “distinto”, “muy complejo”, “diferente”. Para mantener la autoestima es preferible apelar a la dificultad de la explicación, pensar que somos una rareza, antes de reconocer que somos otro caso de subdesarrollo, lo que sería humillante admitir. Es complejo explicar cómo pasamos del desarrollo a la decadencia, lo que empezó a suceder hace ochenta años, pero no es difícil comprender por qué hoy estamos en este estado.
Por ejemplo, nuestros partidos son de diagnóstico fácil. Son organizaciones con un bajo nivel de institucionalidad, centrados en la distribución de cargos con la consecuente (y obsesiva) generación de alianzas y negociaciones que cambian en cada elección. En el mejor de los casos, reiteran como propuesta un conjunto de objetivos obvios; en cambio, la novedad, que consistiría en cómo alcanzarlos, es olímpicamente ignorada.
Estos rasgos se encuentran en muchos países. Sin embargo, en los exitosos están acompañados por una cierta visión práctica de la realidad. Esto los lleva a proponer a la ciudadanía caminos concretos, construyendo así el debate político en torno a la diferencia de instrumentos y no de metas.
En la Argentina, la capacidad de diagnóstico de la realidad se fue degradando entre sus cuadros políticos.
Generalmente, realizan o inventan denuncias, lo cual puede servir para debilitar al adversario pero, en cambio, no es útil para saber cuáles son los temas básicos del cambio para que la Argentina no se siga repitiendo a sí misma.
Lo que digo no es un ataque a la existencia de los partidos. Ellos son tan necesarios a la democracia como la libertad o el voto. Estoy criticando a estos partidos cuyos rasgos no son excepcionales, sino, más bien, comunes.
En otro plano de nuestra falta de originalidad está el ejemplo de quienes gobiernan hoy. Para entender al gobierno actual no hace falta complicar el análisis. Sencillamente, éste es un caso más donde se utiliza todo el espectro de las prácticas demagógicas: se reparte plata entre los sectores pobres; se permite acumular a los ricos y poderosos; se miente sobre la situación de la economía; se desvincula la idea de esfuerzo a la de logro, las cosas se alcanzan porque llegan, solas, sin esfuerzo; en fin, se usó todo ese infeliz aparataje de políticas insostenibles en el tiempo, cuyo costo será pagado por quienes hoy viven “la primavera de la recuperación social”. Sobre la decrepitud de los cuadros políticos del Estado sugiero ver la entrevista al ministro de Economía, Lorenzino, hecha por la televisión griega (la encuentra en Youtube).
De modo que la manera en que ejercen el poder los gobiernos del kirchnerismo tampoco es de una intrincada fineza política que cueste interpretar. Ese ejercicio se basa, más bien, en el uso grosero e irresponsable de los recursos públicos para obtener apoyo mientras duren los recursos. Exactamente el mismo plan de todos los populismos del planeta.
Por cierto, para hacer estas políticas es indispensable no estar obligado a rendir cuentas ni a someterse a controles. Lo que sucede en estas semanas no es más que la expresión actual de una prolongada historia: la destrucción del Estado y la república. Como hay mucho escrito recientemente sobre esto, no vale la pena reiterar ninguna demostración.
Hasta ahora mencioné partidos pobres, prácticas demagógicas, poder sin controles, insistiendo en que no se ve allí nada excepcional. Esos son los rasgos típicos del atraso político, suficientes para estancar a un país en el tiempo, bloqueándole el cambio y la evolución.
Estas “situaciones” son parte de la sociedad, no se producen fuera de ella; sobreviven y, en casos, se amplían en un medio que las tolera. Existen explosiones de ira social, pero hay mucha más aquiescencia que furia en la sociedad argentina. Hace 18 meses, más del 50% de la sociedad votó a Cristina Fernández.
Cuando Videla dio el golpe, una gran parte de la sociedad dio un implícito visto bueno. Esto también sucedió cuando Galtieri invadió Malvinas. Por lo tanto, instituciones, partidos y prácticas políticas pobres generan una cultura política pobre en la sociedad (y la inversa).
El subdesarrollo devora a sus propias sociedades, generando más subdesarrollo.
Por ejemplo, el gasto en asistencialismo es hoy aproximadamente de 65 mil millones de pesos. Es difícil evaluar el impacto real que estas ayudas tuvieron sobre la disminución de la pobreza y la indigencia en nuestra sociedad, pero no hay dudas que las disminuyeron. Gran parte de esa ayuda social se da sin contraprestación.
Quienes reciben dinero del Estado no tienen que trabajar para obtenerlo. Cuando la asistencia es un instrumento de emergencia para atacar estos problemas está plenamente justificada. En cambio, cuando se convierte en un modo de hacer política social permanente, los efectos pueden ser peligrosos. Cuando se deba transformar el subsidio en salario, se verán las consecuencias de esta práctica típica del populismo.
A algunos les podrán parecer políticamente incorrectas estas afirmaciones. Sin embargo, así como observar las deformaciones de la democracia no es atacarla, sino ayudar a su construcción, analizar los efectos peligrosos del asistencialismo, lejos de ignorar la prioridad de la lucha contra la pobreza, significa tratarla como lo que es: la cuestión más seria que debe enfrentar una sociedad en vías de desarrollo.
Ignorar la inmensa dificultad que tendrá transformar los receptores de subsidios en trabajadores asalariados representa esconder uno de los temas más difíciles y desestabilizantes que tendrá el próximo gobierno. Esta cuestión, junto con la tenaza que ejercerán sobre un nuevo gobierno sindicatos y establishment, hace a la esencia de la gobernabilidad en la Argentina. Estos dilemas requieren respuestas prácticas, si no, repetiremos la inestabilidad y la ingobernabilidad y, como es natural, repitiendo el mismo camino llegaremos a los mismos destinos.
*Ex canciller.