COLUMNISTAS

Armados y desarmados

Nada más tramposo y, además, estéril que acusar a funcionarios y políticos poderosos por lo que se percibe, claramente, como una ola imparable de delitos violentos y sangrientos.

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Nada más tramposo y, además, estéril que acusar a funcionarios y políticos poderosos por lo que se percibe, claramente, como una ola imparable de delitos violentos y sangrientos. Nada más peligroso, además, que montarse a la ola oportunista de imputaciones y, así, concluir que estamos como estamos “por culpa del Gobierno”.

Pero los últimos asesinatos, no menos salvajes que otros previos, y no por eso menos estremecedores, revelan en primera instancia una continuidad calamitosa que asombra. Hace ya muchos años que los gobernantes argentinos (algunos, hay que decirlo, más que otros), huyen de los hechos y se fugan de las verdades verificables.

Nace así el venenoso invento de que la sociedad sería víctima de la sensación térmica. No es que a Ricardo Barrenechea lo mataron a sangre fría, sino que “como-que-lo-mataron”. Construcción lingüística horrorosa, vocabulario tramposo.

Ingeniero de 46 años, este vecino de San Isidro fue muerto a balazos el martes 21 de octubre, cuando delincuentes entraron en su casa a robar.

¿Sensación térmica? La especie meneada por el Gobierno ha sido recogida, sin embargo, en las entrañas de la sociedad con escabrosa fidelidad. ¿No habla así todo el mundo, en particular los de menos de 30? Como-que estatizaron a las AFJP, como-que las cifras del INDEC no son creíbles, como-que escribo una columna para PERFIL. Bueno, una más: como-que parece que hay mucho delito y como-que hay mucha inseguridad.

País enamorado de los eufemismos: las cosas no serían como son, sino como parece que son, verdadera quinta esencia de la mentira a través de las cínicas omisiones.

Conviene verbalizarlo en esta época de circunloquios: hay que ser muy necio o perverso para postular que la indefensión ciudadana ante robos y asaltos cada vez más letales es, sencillamente, producto de la “deuda social”. Hay que ser muy ignorante y despreciar mucho a los pobres para asegurar que la peste incontenible de los delitos violentos, es apenas la imagen que devuelve el espejo ante el espectáculo de la exclusión.

Pasaje directo a la impunidad: si los terribles crímenes que se cometen en la zona metropolitana de manera ininterrumpida son la respuesta de los pobres a la inequidad social, agarrate Catalina. Si es así, esto recién empieza.

Desde luego, pienso diferente. Hay delitos gravísimos en repetición serial por razones diversas y menos prestigiosas. Hay una combinación poderosa y letal de imprevisión funcional, incompetencia técnica y –sobre todo– porque está en vigencia una doctrina tácita, de acuerdo con la cual toda musculación de la ley y las normas se asocia automáticamente con represión ilegal y violación de los derechos humanos.

Es triste y desolador comprobarlo, pero hasta en el corazón de los medios cunde una mirada indulgente, adolorida, hipócrita. Esta semana, un matutino publicó una nota con la foto de un chalet asaltado en Acassuso. En su epígrafe y en el texto, se la describió como una mansión “lujosa” y “ostentosa”. O sea, ¿saben qué? ¡Jódanse por ser ricos y, además, por no ocultarlo!

Pero, ¿es que puede combatir con dureza y eficacia al delito violento un Estado inerme e incapaz de garantizar el orden en ámbitos menos visibles, pero igualmente peligrosos? Las rutas y autopistas, por ejemplo, radiografían la anomia en que chapotea el todo-vale nacional. Puede uno transitar por cualquiera de ellas y comprobar con qué naturalidad camiones con acoplado y micros de dos pisos, que no pueden exceder los 90 km. por hora reglamentarios, se pasan entre ellos trasponiendo la doble raya amarilla y aplastando el acelerador a 130 km. por hora. ¿Patrulleros? No hay, ni controles permanentes, ni castigo efectivo a quienes no son otra cosa que criminales al volante, jugando ruleta rusa con centenares de seres inermes. ¿Por qué, entonces, habría de tener mayor decisión de combatir el delito violento un Estado que agobia con sus “operativos de seguridad” temporales, pero tolera con complicidad evidente una situación orgánica y violenta de cotidiana tolerancia para con el estado delincuencial sistémico en la vía pública?

De nuevo: es mentira que se trate sólo de un problema del Gobierno. La Argentina parece, por ahora, confortablemente instalada en un estadio de aceptación de la cultura de las excusas y los permisos permanentes, al haberse desacreditado, por antipopulares y contracíclicas, actitudes y normas para las que la violación a pequeñas y grandes normas es apenas una divertida transgresión.

Esa infantilización de la vida social se advierte, otra vez, en el lenguaje coloquial cotidiano: es normal que consolidados sexagenarios se traten entre ellos como “chicos” y “chicas”. Sociedad de pequeños, pues, gente grande que actúa “como” si fueran chicos.

En el fondo, se advierte una mirada condescendiente y obscena, y la propia Justicia, por medio de numerosos jueces conmovedoramente compasivos y empapados de sensibilidad “social” funcionan, con su habitual pragmatismo, en esa longitud de onda. Son gallardos para encontrar atajos y argumentaciones que permitan eludir la acción de la ley. Con maestría, al igual que los políticos oficiales que con tanta eficacia los han disciplinado, administran sentencias y anteponen amparos, cuyo común denominador, es que le caigan bien a la tribuna.

Dicen que lo hacen por los pobres y los excluidos, con lo cual desnudan su mirada de clase. No pueden ignorar que asesinos matan pobres y ladrones desvalijan indigentes.

Prevalece una ideología odiosa, no solo injusta, sino además, y sobre todo, hipócrita. La propiedad es un delito y si los que más han acumulado, son los más hostigados, que se arreglen, algo mal deben haber hecho y a expensas de los excluidos.

Es una nueva y periférica vuelta a uno de los rasgos más incurables de la Argentina, evidente en la patológica relatividad del imperio de la ley. Jueces, políticos y comunicadores parecen acuciados por explicar, justificar, contextualizar y, sobre todo, atenuar el impacto de las disposiciones normativas, siempre parciales y aptas para amnistías, indultos y moratorias de todo pelaje.

Barrenechea no tuvo oportunidad. Un arma de fuego caracterizada como de guerra, vomitó las balas que lo mataron, ratificación del problema imponente que representa el equipamiento bélico de los delincuentes que jalaron del gatillo.

Por una razón que en última instancia se me escapa, una fracción determinante del establishment judicial argentino, así como la impronta hegemónica en el poder político oficial, siguen pensando al delito, incluso al más dañino e irreversible, sólo como si fuera una secuela natural de la pobreza. En ese progresismo caviar piensan que cuando la redistribución de la riqueza haya concluido, seremos felices y comeremos perdices.