A fines de 1973 salió Artaud, una de las tanta cosas buenas que nos dio esa época monstruosa en Argentina. El disco de Spinetta hoy es un clásico y nadie le asigna mayor relevancia a su título, pero en su momento provocó un malentendido que duró años.
En 1937, Artaud –la persona– apareció caminando por Irlanda con la ayuda de un bastón que, decía, había sido antes propiedad de Jesucristo, y del demonio. Se instaló en Milltown House, un monasterio en el que los jesuitas estudiaban filosofía, y decidió quedarse con ellos para siempre. Lo echaron. Irlanda lo deportó, castigándolo con el mismo trayecto de Richard Dadd pero al revés: de regreso al continente. En Rodez lo esperaban con un chaleco de fuerza. Quedó internado en un hospital psiquiátrico de la Francia ocupada, lo sometieron a más de sesenta aplicaciones de electroshock durante nueve años. El resultado de su martirio se ve en la tapa del disco de Spinetta: Artaud, a los cuarenta años, parece un viejo de setenta.
Para denunciar esa década de tortura, Artaud escribió después Van Gogh, el suicidado de la sociedad, un texto canónico precursor de la antipsiquiatría. Sabemos que Spinetta lo leyó, entre otras cosas porque usó la misma frase para titular un manifiesto que distribuyó en el teatro Astral cuando presentó el disco (Rock: música dura, la suicidada por la sociedad). Me desvío apenas de nuestro tema central para citar este párrafo: “Denuncio a los tildadores de lo extranjerizante, porque reprimen la información necesaria de músicas y actitudes creativas que se dan en otras partes del planeta, y porque consideran que los músicos argentinos no pueden identificarse con sentimientos hoy día universales”.
Cuarenta años después, Spinetta se murió y los infradotados xenófobos se multiplican. Ya me deprimí. Pero sigo: entre Starosta y la verborragia de Spinetta en esa época, era razonable identificar automáticamente el disco con la glamorización de la locura que ofrecía Artaud. Pero Artaud –el disco– es otra cosa, y por suerte puedo sacar de la galera, como Woody Allen a McLuhan, al mismo Spinetta de 1973 para que lo aclare:
“Yo le dediqué ese disco a Artaud pero en ningún momento tomé sus obras como punto de partida. El disco fue una respuesta –insignificante tal vez– al sufrimiento que te acarrea leer sus obras. La idea del álbum era exponer la posibilidad de un antídoto contra lo que opinó Artaud. Quien lo haya leído no puede evadirse de una cuota de desesperación. Para él la respuesta del hombre es la locura; para Lennon es el amor. Yo creo más en el encuentro de la perfección y la felicidad a través de la supresión del dolor que mediante la locura y el sufrimiento.”
Esta iniciativa vital y relativamente optimista fue completamente ignorada en su momento por una cultura que no veía ni la perfección ni la felicidad en el menú. El llamado de Spinetta a la universalidad cosmopolita también, y de todo lo demás ni se dieron cuenta. Podríamos haber tenido otra cosa; tenemos esto que tenemos.
Artaud –la persona– dice cosas extraordinarias en su manifiesto vengador, muchas de las cuales no se entienden, porque por lo menos un poco loco estaba. No parece distinguir entre ideas e instituciones, o argumentos y personas: “Como prueba, basta presentarlo a usted mismo, Dr. L: tiene el estigma en la cara, pedazo de cerdo inmundo.” El Doctor L era, curiosamente, Jacques Lacan, que atendió a Artaud en un manicomio y lo dio por muerto prematuramente, sentenciando que nunca volvería a escribir. En los setenta, Lacan aún era poco conocido para la sopa primordial del progresismo argentino, que prefería el sacrificio emblemático de Artaud contra el poder establecido, y se empeñaba en verlo también en el disco, aunque Spinetta dijera “mañana es mejor”.
Hay una paradoja oscura y complicada en el hecho de que los paladines de Artaud hayan terminado ocupando hoy el rol censor y opresivo de Lacan (a veces vía Lacan). Intentaré despejarla un poco.
*Escritor y cineasta.