28 de mayo de 1974: un grupo de hombres armados invade mi departamento. No sé lo que buscan, soy sólo un compositor de rock. Uno de ellos pide que los acompañe “sólo para aclarar algunas cosas”.
Me llevan al DOPS (Departamento de Orden Político y Social). Soy fichado y fotografiado. Pregunto lo que hice, me dicen que allí quienes interrogan son ellos. Un teniente me hace unas preguntas tontas y me deja ir. Oficialmente ya no soy preso: el gobierno ya no es responsable de mí. Cuando salgo, el hombre que me llevó al DOPS sugiere que tomemos un café juntos.
En el camino, dos autos encierran a nuestro taxi; de uno de ellos sale un hombre con un arma en la mano y me arrastra hacia afuera. Siento el cañón del arma en mi nuca. Entro en estado catatónico: no siento miedo, no siento nada. Conozco las historias de otros amigos que desaparecieron; soy un desaparecido. Él me levanta y me pide que me ponga una capucha.
El auto deambula media hora. Deben estar eligiendo un lugar para ejecutarme. El auto frena. Me golpean mientras me llevan caminando por lo que parece ser un pasillo. Terrorista, dicen. Merece morir. Está luchando contra su país. Va a morir despacio, pero antes va a sufrir mucho.
Soy llevado a la sala de torturas. Recibo un puñetazo por la espalda y caigo. Me ordenan quitarme la ropa. Comienza el interrogatorio con preguntas que no sé responder. Piden que delate a gente de la que nunca oí hablar. Dicen que no quiero cooperar, echan agua en el suelo y ponen algo en mis pies, y puedo ver por debajo de la capucha que es una máquina con electrodos que colocan en mis genitales.
Entiendo que, además de los golpes que no sé de dónde vienen, voy a empezar a recibir choques eléctricos. Digo que no necesitan hacer eso, que confieso lo que quieran, firmo donde manden. Pero ellos no se contentan. Entonces, desesperado, empiezo a arañarme la piel, a sacarme pedazos de mí mismo. Los torturadores deben asustarse cuando me ven cubierto de sangre; poco después me dejan en paz.
Al día siguiente, otra sesión de tortura, con las mismas preguntas. Después de no sé cuánto tiempo y cuántas sesiones (el tiempo en el infierno no se cuenta en horas), golpean la puerta y piden que me coloque la capucha. Me llevan a una habitación pequeña, pintada de negro, con un aire acondicionado fuertísimo. Apagan la luz. Sólo oscuridad, frío, y una sirena que toca sin parar. Empiezo a enloquecer, a tener visiones de caballos. Desmayos.
Cuando recupero la conciencia estoy de nuevo en la sala. Luz siempre encendida, sin poder contar días y noches. Años después, mi hermana me contará que mis padres no dormían; mi madre lloraba todo el tiempo, mi padre se había encerrado en el mutismo y no hablaba.
Ya no me interrogan. Prisión solitaria. Un buen día, alguien me viste y me pone la capucha. Me meten en la caja trasera de un auto. Giran por un tiempo que parece infinito, hasta que paran (¿voy a morir ahora?). Me ordenan sacarme la capucha y salir de la caja. Estoy en una plaza con niños, no sé en qué parte de Río.
Voy a la casa de mis padres. Busco a mis amigos, pero nadie responde a mis llamadas telefónicas. Estoy solo: si fui arrestado debo tener alguna culpa, deben pensar. Es arriesgado ser visto al lado de un preso. Salí de la prisión, pero ella me acompaña.
Son esas décadas de plomo que el presidente Jair Bolsonaro quiere festejar este 31 de marzo.
*Escritor brasileño. Publicado en The Washington Post.