“El hombre que está solo y espera, el que se queda solo cada cierta cantidad de años, al que dejan solo, trata de pensar. Sacude la cabeza, porque el estruendo del enfrentamiento mediático no le deja oír los sonidos. Entrecierra los ojos, porque los poderosos destellos de la realidad manipulada le impiden saber qué es verdad y qué no”. Angel Sabaté, en Período especial, hace decir a un personaje que los medios masivos ya no necesitan mentir: les basta con instalar reflejos condicionados. “La mentira afecta al conocimiento, mientras que el reflejo condicionado influye en la capacidad de pensar”.
Desde ese lugar, el hombre mira hacia el Mercosur, advirtiendo que desde hace un tiempo no se habla de él como se hablaba: con orientación de destino. Y ha escuchado algo de la Alianza Asia-Pacífico (AsPac). Con desconfianza, sólo porque malicia de la propensión latina a embelesarnos con nuevas cosas dejando atrás las que no terminamos de verificar. ¿Será –se pregunta– una versión del “Atlantismo” que viene por la espalda, una nueva invención de lo viejo? ¿O, tal vez, un vasto movimiento geopolítico que busca abrazar al mundo, otorgando ventaja –como en todos los abrazos geopolíticos– a los que tienen brazos más largos y más fuertes?
El hombre que está solo y espera tiene predilección por el Mercosur. Es natural: no median entre él y la forma integrativa ni cordilleras ni altiplanos. Pero sabe en su fuero íntimo que estar solo puede ser irremediable, pero que esperar no lo es. Y si no se espera, si se sale al conocimiento, tal vez no se esté solo. Entra en una librería, con más preguntas que certezas. Se pasea entre los libros ofrecidos esperando que alguno lo llame. Todo sería más sencillo si hubiera un anaquel que dijera: Futuro de Latinoamérica o Autoayuda para las Patrias de los Hijos de Uno.
El hombre sabe –los libros le han dicho– que los colores del mundo actual son el sepia para la Unión Europea –el nuevo enfermo del mundo–; el rojo neón de China ofreciendo un Tratado de Libre Comercio (TLC) a 21 países del Asia-Pacífico; el azul marine de EE.UU. –que no es otra cosa que un majestuoso TLC originado en 1776–, con su Nafta inmediato y sus TLC adyacentes (Colombia, Perú, Chile); el glacial celeste de Rusia; quizá con color índigo y tornasolado, la sombra de otro imperio: la vieja Asean, ahora con India incluida, como si los puentes sobre el río Kwai se hubiesen vuelto a levantar después de la dinamita; finalmente, amarilla y por ahora cenicienta, Africa.
¿Y qué colores tiene Sudamérica en ese mapa? Hay países pintados de varios colores: Chile y Perú tienen TLC con China y EE.UU. a la vez (¿serán barras azules y rojas?, recela). Esos dos más Colombia tienen su hermandad comercial con EE.UU. y con Europa (toque sepia, mismo resultado). Los tres por separado incluso estudian su TLC con India (color tornasolado, aún no definido). Y además están reunidos a México en la reciente Alianza del Pacífico, ese sumiso club de voluntades en torno del ALCA enterrado (el hombre piensa en los veintidós sol seguidos de un himno demasiado conocido).
El Mercosur, que el hombre imagina verde, tuvo un día las semillas de todas las instituciones necesarias para un ejercicio de colmena casi europeo. Ahora tiene otro color que quizá ya no es el de la esperanza. La Unión Europea protesta que se siente una sola voz cuando negocia con el mundo y busca también una sola voz cuando mira a Latinoamérica. Pero aquí encuentra dos mapas diferentes, al este y al oeste: Mercosur y Pacífico. Es como una raja de colores en el subcontinente, la línea de Tordesillas del siglo XXI con la Argentina del lado de Brasil. El Mercosur quizá alcance pronto su propio TLC con Europa, ahora que los subsidios agrícolas que tanto nos diezmaron en el pasado parece que casi no nos importan. Por otra parte, el Pacífico latinoamericano acordó con Europa hace tiempo.
O sea que mientras el mundo se aglutina, Sudamérica se desdobla. Habrá quien diga que la cuña que la separa es EE.UU., pero deberán pensárselo mejor: vean que China metió el pie en Chile y Perú, y que Europa arregló sus TLC con el Pacífico latinoamericano. Todos ponen, todos quitan, quizá todos ganan.
Si esa cuña entre nuestras dos mitades –este y oeste de Sudamérica– no sana, si permanece y se ahonda, el hombre se pregunta qué papel jugaremos los argentinos en las grandes guerras de salón del siglo XXI. No hay libros en la librería que le resuelvan eso. El majestuoso Brasil, que nos ilusionaba, deberá convalecer por un tiempo. País imponente, no renunciará a un lugar en la cumbre del mundo.
El hombre sabe que en las guerras blandas de este siglo los países –en verdad, sus multinacionales– se arrojan no con bombas sino con aranceles y divisas. En sus mejores momentos, también se arrojan con derechos humanos, propiedad intelectual y corrupción: todos son costos. La mejor noticia, dicen algunos, para enfrentar estas lides es la creación de Unasur, que debería ser como una incubadora: un modelo de fusión de las dos mitades comerciales que hay hoy en Sudamérica y, a la vez, debería continuar el germen institucional que principió con el Mercosur.
Brasil y Argentina deberán decidir muy pronto si abren o no las puertas a este juego. Lo está diciendo el gran mapa. Todos sabemos que la suma de todos los colores es el blanco. ¿Será blanco el mapa del mundo al fin de cuentas? –se pregunta el hombre, en un abismo de pensamiento, como hacía otro hombre que estaba solo y esperaba, y se llamaba Raúl Scalabrini Ortiz–. Raúl preguntó, revisó cartapacios, escribió verdades sobre el mundo y el alma, y le confesó a su amor la mayor verdad de todas en una dedicatoria: “Para Mecha Comaleras, que me ayudó a tener cinco hijos, catorce libros y folletos, una esperanza en cada derrota, y que me ayudará –espero– a morir un día sin más espanto que el constante asombro de no saber por qué viví”.
El mundo pacta cada día más comercio e inversiones, y Brasil y Argentina tienen que elegir en qué vehículo entrarán a ese embudo. No sea cosa que el Mercosur se quede como los hombres que están solos y esperan.