COLUMNISTAS

Aterrizaje forzoso

El hombre de la tierra se precipitó de pronto a tierra. ¿No es lo que tenía que pasar? Acaso la evocación del apellido le concedió la ilusión de que el cielo le resultaría propicio. Pero no podía ser así, y no fue así. Una identidad es siempre más que un nombre; qué importa que se llame De Angeli, es un hombre de la tierra, un hombre de tierra adentro, y justo ahí fue a parar: a la tierra, casi adentro.

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El hombre de la tierra se precipitó de pronto a tierra. ¿No es lo que tenía que pasar? Acaso la evocación del apellido le concedió la ilusión de que el cielo le resultaría propicio. Pero no podía ser así, y no fue así. Una identidad es siempre más que un nombre; qué importa que se llame De Angeli, es un hombre de la tierra, un hombre de tierra adentro, y justo ahí fue a parar: a la tierra, casi adentro. No se mató, por supuesto; no tenía que matarse. Son los hombres del aire los que se matan si caen a tierra: Jorge Newbery, Saint Exupéry, esa clase de personas. Al hombre de la tierra la tierra lo recibe. Con fuertes coscorrones, es cierto, con raspones y torceduras; pero lo recibe. A puro golpe le da una lección de pertenencia. A puro susto le enseña la verdad del buen arraigo.

En los días trajinados del continuo corte de rutas, atascado sin remedio en la parálisis del camino interceptado, de cara a los tractores obstruyentes y tamborileando sin paciencia sobre el tablero que indicaba la temperatura del motor en aumento, más de un automovilista urgido habrá fantaseado en su ocasión con una franca fuga aérea. Quién tuviera una avioneta, pudieron pensar o pensaron los trancados de aquella larga protesta. Quién tuviera una avioneta. Pero de De Angeli tenía una, y ya vieron lo que le sucedió. Voló cien metros, no mucho más de cien metros, en una linda Cessna coloradita y blanca, y se vino en banda. El viaje de Paraná a Río Cuarto quedó meramente en Paraná.

El caso tiene su importancia, y no sólo por lo que es sino también por lo que significa. Ante todo están los hechos: la falla mecánica, el accidente, la desgracia con suerte, la pronta recuperación. Pero también están los sentidos, el sentido de esos hechos. Entre la tierra y el aire definimos toda una manera de concebir las cosas, todo un modo de entenderlas. ¿O acaso no decimos, de los distraídos, que viven volando, que están en las nubes? ¿Acaso no decimos, de las cosas improvisadas o inseguras, o de las promesas inciertas, que están en el aire? ¿Y de quienes nos parecen más sensatos o realistas no decimos acaso que tienen los pies sobre la tierra? ¿Y cuando nos damos cuenta de algo que se nos venía pasando por alto acaso no decimos “ahora caigo”?

“Ahora caigo”, pudo decir De Angeli, y acaso lo dijo. Porque se reanudaron en estos días las negociaciones entre “el campo” y “el Gobierno”, ya sin la crispada beligerancia del conflicto a rajatabla, ya en la posguerra. Pasada la euforia por la batalla ganada con aquel último disparo de trasnoche, los ruralistas retoman sus reclamos. Las cosas no están bien. Incluso más, alguno ya declaró que están peor de lo que estaban antes de la repelida reglamentación de marzo de este mismo año. Los pequeños productores se están viendo fuertemente perjudicados al haberse retrotraído todo y al haber quedado las cosas tal y como estaban antes. La situación era injusta y no ha dejado de serlo.

¿Qué pasó? Ahora caen. Era evidente, estaba a la vista, pero en el enredo de banderas agitadas y golpeteo de cacerolas, en la bulla del vociferado “¡Viva la Patria!” y en el retorcimiento del murmurado “no positivo”, un poco se perdió. Al igual que la famosa carta robada, por estar tan a la vista. El voto “no positivo” del vicepresidente Cobos no era otra cosa, después de todo, y al fin de cuentas, que un voto negativo. Tan sencillo como eso: era un voto negativo, un voto que decía que no. A qué se va a decir que sí es una cuestión que apenas ahora comienza a considerarse.