Escribo en un lugar; no, empecemos de nuevo: escribo, corrijo, leo; trabajo, vamos, en un lugar de mi casa en el que puedo resistir tentaciones e invasiones. Es el cuarto propio que pedía Virginia Woolf para las escritoras, todas las escritoras, cualquier escritora. Tal cual yo lo tengo, y me siento importante; no mucho, no se asuste. Y me siento segura. Me he sentido segura siempre en ese cuarto al que no todo el mundo tiene permiso de entrar ni siquiera a echar una miradita insolente. Pero ahora siento un cosquilleo de inquietud. No muy intenso, porque lo mantengo a raya eligiendo las páginas de los diarios en las que me voy a detener, pasando por alto ciertas informaciones en los noticiarios y negándome a tratar ciertos temas. Usted me va a decir que las avestruces y yo un solo corazón. Tal vez tenga razón, pero ¿para qué amargarse? En otras palabras, parece que la intimidad ya no existe: es un concepto anticuado que se refiere a actitudes anticuadas cuando era fácil cerrar una puerta y con ese gesto solito quedar a cubierto del mundo. Parece que ya no, mi querida señora. Snowden, Assange y toda la caterva de adláteres, discípulos, émulos, nos han quitado la intimidad, y de las redes sociales no quiero ni hablar. Ahora con un gesto sobre una tecla alguien puede meterse en mi cuarto y hacer pelota mi vida privada e anche mi vida secreta. ¡Ay, Virginia, si vieras! (nos tuteamos porque hace años que hemos entrado en confianza). Si vieras lo que nos pasa. Si pudieras escribirnos otro de tus ensayos para darnos ánimo, si pudieras.