La noticia de que un abogado allegado a Lázaro Báez apareció muerto de un balazo duró muy poco. Desapareció repentinamente del Clarín, que la había subido, cocreado, descubierto en menos de dos horas. O se corrigió por otra versión. No arriesgo a aventurar nada de la estratagema política pero no dejo de pensar en la velocidad y su manipulación, que no es más que una de las explicaciones de la catástrofe.
El teatro suele reflexionar sobre la alteración del tiempo que puede hacer que causas y efectos se encadenen de modos insospechados. Matías Feldman, un director habituado a estos problemas de convenciones, presentó la Prueba IV: El tiempo, en el magnífico ciclo curado por Mariana Obersztern. Se trata de unas fotos en vivo, con actores que evolucionan muy lentamente. “Evolucionan” no es la palabra; para ello habría que suponer un relato y un destino, y aquí sucede algo banal, que duraría un instante, pero que es alargado diez, veinte minutos. Feldman anota que en la lentitud de los acontecimientos rápidos hay un sinfín lustroso de momentos intermedios sin nombre. Metaleros pelucones comen asado completo con chica pelirroja; boy-scout díscolo se duerme ante televisor con osos y tragedias ecológicas; bachilleres separan a dos chicas en multitudinaria riña de patio; ama de casa compra mucho Cif para limpiar pero aspira emanaciones; otro boy-scout, maduro ya, cuarentón él, es alcanzado por bala perdida en bosque de nylon y sesos y princesas. Feldman lentifica los movimientos (muy Jeff Wall, muy Marcos López) y cree que esas informes transiciones son horribles. O sacras. O divinas. Yo diría que son “unheimlich”, eso que al pobre Freud le tradujimos mal como “siniestras”.
Como Feldman evita el relato (lo que simplificaría todos los puentes rotos) lo que aparece son esas cosas innombrables: el color (puro adjetivo sin materia), el gesto (humanos en plena virtualidad), el vacío, el horror (que Feldman llama lo divino). Y una cosa más aporta la terca entropía: los sistemas se desgastan si no se les inyecta nada nuevo, tienden a gris, a cero, a dispersión, y la flecha del tiempo marcha sólo hacia adelante. Por eso no hay máquina del tiempo. Y los actores, sometidos a abrir y cerrar bocas en lapsos de quince minutos, producen saliva sin parar. No es estética. Es la venganza formal del tiempo y de la biología: piensen del tiempo lo que quieran, que él hará igual su trabajo silencioso e invisible.
Sepámoslo al leer el diario, escrito a toda velocidad y sin inocencia.