COLUMNISTAS
polItica y show business

Bailando con el enemigo

El travestismo político y la hiperpresencia mediática de dirigentes sumaron escepticismo en los votantes a dos meses de las PASO.

Político en campaña.
| Dibujo: Pablo Temes

¿Qué está pasando con la política para que un dirigente piense que puede mudar de  partido o  de un espacio político a otro sin ser penalizado por los votantes? ¿O cuándo las posiciones expresadas en un momento dado pueden desaparecer al poco tiempo y ser reemplazadas por pensamientos absolutamente opuestos? ¿Dónde quedó el temor a la sanción de los votantes por  claudicar a las promesas enunciadas durante una campaña?

El travestismo se adueñó del espacio político y muestra una dirigencia corriendo por los andenes de una estación central donde se tramitan los acuerdos, tratando de subirse al tren que pase más cerca del lugar de donde no quieren partir.

Lo que va delineando la praxis política es una donde la performance sustituye al ágora, al debate sobre propuestas alternativas. Y ello es posible porque estamos ante una sociedad con grados importantes de escepticismo. Una sociedad que espera poco de la política salvo perpetuar el presente, especialmente cuando el sentido de bienestar está depositado en el consumo.   

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Las democracias se han expandido en nuestro continente y existe un evidente compromiso ciudadano con  los sistemas democráticos. En este sentido Argentina no es la excepción. El militarismo ha quedado en el pasado, la estabilidad política es privilegiada  y los liderazgos demandados imponen un perfil de horizontalidad en el vínculo de representación, impensable décadas atrás. La autonomía de los electores es cada vez más evidente y las viejas demandas de carisma y poder han dado lugar a cualidades tales como eficacia, capacidad de diálogo y transparencia. Sin embargo, en muchos de estos países –y el nuestro no es la excepción– vivimos democracias de baja calidad, gestiones de rasgos autoritarios, escaso respeto por la ley, altos  niveles de corrupción e impunidad y tolerancia social incompatibles con una verdadera cultura democrática. Al tiempo, y como describe  el politólogo francés Bernard Manin, transitamos lo que ha caracterizado como “democracia de audiencias”: Por un lado, un escenario con actores (políticos, legisladores) que interactúan adueñándose del espacio público bajo el supuesto de encarnar la representación  mayoritaria de la opinión pública y por otro, el público, el ciudadano común, que observa  –generalmente a través de la TV– y  que se expresa de manera directa casi exclusivamente  en situaciones de conflicto o en el momento de votar. Estas dos esferas se muestran cada vez más autonomizadas y lo que la gente percibe es que el contrato de representación que las conecta y que expresa el voto, es una ficción.

Protagonistas. Así, a dos meses de las PASO y cuatro de la finalización del mandato, nuestra propia escenificación política muestra en el escenario una presidenta que coloca como prioridad de su estrategia política sostener centralidad y proyectar su poder más allá del 10 de diciembre, una oposición que no termina de cuajar en un espacio que ofrezca ser una alternativa suficientemente confiable y desde la platea, una ciudadanía –escéptica de lo que puede hacer por ella la oferta política existente para mejorar su calidad de vida– que observa atónica y sin comprender el significado de las tramas, intercambios y “pases” de dirigentes entre diferentes fuerzas políticas, amén de la carencia de un discurso que enmarque un horizonte de futuro. Casi una puesta de E. Ionesco o S. Beckett y la idea del “sentido del sin sentido de la vida”, que expresaban sus obras.   
Sin duda el advenimiento de la llamada videopolítica ha producido cambios en los modos de hacer política y que tienen un efecto directo con los modos de formación, los tipos y las funciones de los liderazgos.

Por una parte, la declinación de las afiliaciones partidarias y la participación política (un fenómeno penetrante en Europa, que en nuestro país y otros países de A. Latina se ha revertido en parte  en la última década) los medios de comunicación se han ido convirtiendo en las fuentes fundamentales de información política en el momento de tomar decisiones electorales y de formarse opinión.

Por otro, la espectacularización de la política. La televisión como principal escenario de la disputa y la construcción política impone su lógica temporal y de entretenimiento, y prioriza el impacto emotivo antes que la reflexión racional y la puesta en escena antes que el discurso político. No es la política que toma los espacios televisivos para imponer su lógica, sus tiempos, su lenguaje, sino la televisión la que coloniza a la política y adapta su discurso y sus personajes a sus formatos (la “tinellización de la política”). La hegemonía de los formatos audiovisuales ha subordinado la palabra política a la imagen, devaluándola, mientras que la irrupción del marketing y la publicidad en las campañas aporta herramientas provenientes del mundo comercial que privilegian las modalidades de enunciación (“cómo decir”) en detrimento de los contenidos (qué decir).
Todo ello converge en una personalización de la política, y el electorado tiende a efectuar sus opciones de voto de acuerdo con criterios que responden a la imagen y la personalidad de los candidatos antes que por adhesiones a sus ideas o por adscripción partidaria o ideológica.
Hay un nuevo espacio que se construye desde los medios alrededor de la figura del personaje político, un espacio que se adentra en la vida privada, en su vida cotidiana más que los discursos políticos. Así, las plataformas comunicacionales sobre las que se instalan se asemejan a la lógica de un show business, sometiendo la política a las reglas de la publicidad y el espectáculo. La política se enfrenta así a nuevos códigos para lograr que los candidatos sean visualizados y posicionarse en el imaginario ciudadano.

De tal modo, los votantes saben más de los políticos sobre lo que  les gusta comer, cuándo conocieron a sus parejas, o quién les elige la ropa, que ideas acerca de cómo lograr mejorar la calidad de vida de la gente y sobre todo, qué país imaginan dejar para las próximas generaciones, si es que ello está en su hoja de ruta.   

De tal modo, asistimos a la constitución de partidos o pseudopartidos organizados en derredor de una figura, que pueden carecer de programa partidario u organización territorial y que privilegia a los medios como escenarios de construcción proselitista. Es aquí donde la función del liderazgo se reafirma, pero a la vez, como señalamos más arriba, se resignifica y se refuncionaliza.

Duda I: ¿estamos asistiendo   a un proceso de renovación o de desactivación política?

Duda II: ¿qué tipo de democracia es la que se corresponde con estos cambios?