Marcelo Cohen es un escritor realmente fantástico. Tiene varios libros memorables –el inicial El país de la dama eléctrica o los novelatos de El fin de lo mismo– pero yo quiero hablar un poco de uno medio lateral que hizo para la editorial Lumen y que se llama, simplemente, Buda. Es un libro de divulgación, tal vez hecho por encargo para pagar el puchero, pero como lo escribió Cohen es una obra personal, inquietante. Como Cohen es una autoridad, siempre uno confía en que detrás de la escritura –sea lo que sea lo que escriba– hay trabajo, búsqueda y meditación. Buda es un pequeño librito de apenas más de cien páginas, pero una vez terminado trabaja en nuestra memoria para siempre. Cuenta la vida legendaria e histórica del príncipe Siddharta Gautama, quien sería conocido por la posteridad como el Buda. Recordé que había leído este libro de Cohen el domingo pasado, cuando entré al dormitorio de mi padre, para saludarlo. En un costado de la cama, con cosas que fue trayendo de la calle armó una larga montaña de desechos industriales, basura espacial, collages de cosas que sirvieron para algo, pero ahora son residuos materiales atormentados por la cultura. Traté de interpretar la escena y, como dice Cohen glosando a las enseñanzas del Buda, interpretar es agregarle ficción al mundo. Para el budismo, el mundo es tal como es, no hay un Dios que te premia o te condena, no hay alguien que te enseña sino que Buda es el que aprende su propia lección, como sucede con El maestro ignorante, de Jacques Rancière. He notado que sobre el final de la vida algunas personas se vuelven megalómanas. Otras, en cambio, alcanzan cierto tipo de sabiduría. Mi padre, por ejemplo, en el sitio de su habitación, de donde sale poco, me dijo que ya no desea nada. Le pregunté si lo que me decía es que “ya no le interesaba nada”. Pero no, me dijo, “no deseo nada. Estoy bien”. Me di cuenta que el verdadero budismo lo practican los que no pretenden ser budistas. Y pensé que esa fila de cosas heterogéneas que surge al costado de la cama de mi padre es el árbol de la meditación, el árbol nepalés bajo el cual Siddharta alcanzó el nirvana. Así que en silencio, a su lado, traté de sincronizar mi respiración con la suya y dándole mi mano, le dije lo que todo hijo le quiere decir a su padre: “Dale papá, vos sabés algo que yo no sé, llevame de una buena vez a la iluminación”.