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Bajo el volcán

Nunca como ahora imperó la prosopopeya. No es que antes el recurso no se usara, porque siempre fue una tentación retórica animizar algo que en verdad no es persona. Pero esa fijación y repetición de tópicos con que se suele domesticar el lenguaje en los usos socialmente más triviales ha llevado a la prosopopeya al punto de hacerla poco menos que infaltable. ¿Y todo por qué? Por el conflicto agropecuario.

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Nunca como ahora imperó la prosopopeya. No es que antes el recurso no se usara, porque siempre fue una tentación retórica animizar algo que en verdad no es persona. Pero esa fijación y repetición de tópicos con que se suele domesticar el lenguaje en los usos socialmente más triviales ha llevado a la prosopopeya al punto de hacerla poco menos que infaltable. ¿Y todo por qué? Por el conflicto agropecuario. A la hora de decir, de explicar, de discutir, se invoca siempre lo mismo: “el campo”. El campo para, el campo se enoja, el campo no cede, el campo negocia, el campo presiona, el campo corta rutas, el campo toma medidas, el campo levanta las medidas que tomó, el campo restablece las medidas que levantó. Es el campo, es siempre “el campo”. No determinadas personas ni tampoco determinadas agrupaciones de personas, sino “el campo” (¿qué aspecto del campo exactamente? ¿la llanura? ¿el ancho cielo? ¿las vaquitas? ¿la soja?).
El efecto que así se logra es por demás conocido. En vez de resaltar la agencia social de determinados sectores de la economía (sea como sea que se los quiera tomar: como la odiosa oligarquía terrateniente o como unos queribles y pequeños productores, como unos voraces latifundistas sin corazón o como unos tiernos chacareros de tierra adentro, como el último bastión de una rancia aristocracia o como la punta de lanza vanguardista de una futura reforma agraria), se la diluye para poner en su lugar una naturaleza que es presocial y perdura por fuera del tiempo, más allá de la historia y de la realidad que los hombres hacen y modifican. Incluso los fueguitos que ardieron en el cordón urbano y que, en procura aparente de una mera quema de pastos, sometieron a la ciudad a la humareda y la ceniza en suspenso, se diría que no hubo nadie que los encendiera. Fue el campo.
Un hecho completamente inesperado acabó por afectar, en estos últimos días, esa férrea disposición del discurso. Sucedió en el sur de Chile: fue la erupción del volcán Chaitén. El humo espeso y el caldo de cenizas que expidió este volcán sobrepasaron la Cordillera de los Andes, atravesaron toda la provincia de Chubut y se posaron sobre ciudades tan expuestas como Trelew, Trevelín o Puerto Madryn. Es un hecho de la naturaleza, sin dudas: ahora sí; porque el que ha provocado todo esto es un volcán. Es un verdadero hecho de la naturaleza, que llega justo a tiempo para dejarnos notar, por puro contraste, que eso que nos parecía natural no era más que un artificio del lenguaje.