Hace unos días encontraron una en Londres. Y el año pasado encontraron una en Frankfurt. ¿Qué es lo que nos perturba tanto en el hallazgo postrero de estas bombas de guerras pasadas, que cayeron y no explotaron y quedaron por largo tiempo así, latentes y silenciosas, solapadas y acechantes? No el peligro de que efectivamente estallen, o no tan solo ese peligro, sino una especie de dislocación cronológica por la cual el fragmento de un pasado distante irrumpe en el puro presente, un gesto de muerte remoto aparece de pronto y muy cerca.
La bandera blanca, la firma de la rendición, la entrega de las armas: hay toda una señalización establecida para indicar que una guerra terminó. Por eso perturban tanto esas bombas sin detonar que quedaron de otro tiempo, porque le conceden vigencia a una violencia que se daba por concluida, porque sugieren que una guerra ya terminada puede estar librándose aún en cierto modo.
Hoy se avanza en las islas Malvinas en las tareas de remoción de las minas que dejó sembradas el Ejército Argentino en 1982. Lo vio Fogwill en Los pichiciegos: la guerra como guerra subterránea. Inscripta ahora en dos formas del bajo tierra: la búsqueda de esos explosivos, por una parte, y por otra la identificación de los soldados argentinos enterrados como NN.
¿En qué tiempo, o en qué tiempos, sucede o sucedió todo esto? Quizás no en un tiempo real, convencional, acostumbrado. Quizás en los tiempos multiplicados de Las islas de Carlos Gamerro. O en el tiempo suspendido de Trasfondo de Patricia Ratto. O en el tiempo veloz, acelerado hasta el vértigo, de Una puta mierda de Patricio Pron. O en el tiempo abstracto, quieto, geométrico, de La construcción de Carlos Godoy. O en el tiempo alucinado, memoria y futuro a la vez, de Mi pequeña guerra inútil de Pablo Farrés.
¿Qué sería de nosotros sin la literatura? Quedaríamos a merced, así sin más, del imperio de la realidad de los hechos.