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Bajo una suave lluvia

Después la conversación tomaba otro rumbo, cambiaba de tema, porque permanentemente saltábamos de un tema a otro.

Francisco de Quevedo
Francisco de Quevedo | Cedoc

“Gente joven que hace cosas”, como decía Fogwill. Quiero decir: unos chicos me pasaron dos números de un fanzine llamado Duvivier. En el primero, hay un largo cuento titulado “El vampiro que atendía un hotel”, y en el segundo, una encuesta sobre quién es el escritor con más onda. Me llamó la atención la propuesta, así que fue el primero que leí. ¿Qué sería tener onda?

 Difícil definirlo, pero fácil experimentarlo cuando se está frente a alguien que la tiene, incluso cuando se mira su retrato. Porque es imposible estar frente al ganador de la encuesta, al que no accedemos ni siquiera por fotografías, sino, en cambio, gracias a ilustraciones. ¿Y quién es entonces el escritor con más onda? Francisco de Quevedo. Es sensato el resultado: en el retrato atribuido durante siglos a Diego Velázquez, aunque hoy sabemos que fue realizado por Juan van der Hamen, lo vemos con el pelo largo, suelto y ondulado; unos anteojos bien cool, una mirada penetrante, y unos bigotes que no transmiten más que elegancia y una sutil ironía. ¿Quién podría ser el heredero contemporáneo de Quevedo? No quisiera arriesgar a aquí una respuesta (aunque es obvio en quién pienso). Por supuesto no en mí, que soy capaz de lograr, como ocurrió el otro día, mientras daba por Zoom un curso de alfabetización para adultos, que ella, que estaba fuera de cuadro, en la cama, se quedara dormida tan solo de escucharme un rato. Pues, en este caso, como diría Aníbal Fernández: “Al que le quepa el sayo, que se lo ponga”. ¿Y cómo haría Quevedo si tuviera que hablar por Zoom? Qué pregunta tan extraña. En todo caso, pensaba en esto y otras cosas, mientras comía unas ricas pastas en las mesitas rojas de la vereda de un restaurante, en una de las calles más hermosas del mundo, en uno de los días más hermosos que pasé en mi vida, sino el más hermoso (para entonces ella ya se había despertado).

 Y pensé en Quevedo, por supuesto, y en las largas conversaciones con Héctor sobre él y Góngora, que más que conversaciones eran monólogos (de Héctor, por supuesto) que, de vez en cuando, hasta recitaba poemas de memoria, detrás del ruido que llegaba del 110 y demás colectivos que pasan por Scalabrini Ortiz. Recuerdo aún una de esas definiciones que daba Héctor: “Quevedo no es un poeta satírico, es un enamorado que juega a ser irónico”. Después la conversación tomaba otro rumbo, cambiaba de tema, porque permanentemente saltábamos de un tema a otro; de repente alguien entraba al bar y se sentaba en nuestra mesa y la conversación se desplegaba como un bucle: un vacío que vuelve siempre sobre sí mismo, la repetición que de tanto repetirse se vuelve nueva, cristalina y opaca como dos cubitos de hielo. 

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Y entonces, volviendo al presente, mientras caminábamos en silencio bajo una suave lluvia igualmente hermosa, recordé el soneto en que Quevedo intenta definir el amor: “Es hielo abrasador, es fuego helado,/ es herida que duele y no se siente,/ es un soñado bien, un malpresente,/ es un breve descanso muy cansado;// es un descuido que nos da cuidado,/ un cobarde, con nombre de valiente,/ un andar solitario entre la gente,/ un amar solamente ser amado;// es una libertad encarcelada,/ que dura hasta el postrero parasismo;/ enfermedad que crece si es curada.// Este es el niño Amor, este es su abismo./ ¡Mirad cuál amistad tendrá con nada/ el que en todo es contrario de sí mismo!” .