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OPINIÓN

Ceremonia y etnocentrismo

No me gusta el mate, ni el café, ni el té, ni ninguna infusión caliente. De hecho, no estoy seguro de haber tomado mate en más de 40 años.

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Yerba mate | Agencia Shutterstock

Recuerdo ahora a un escritor que, hace años, elogiaba a otro escritor por ser totalmente opuesto a él: su estilo, su idea de la literatura y hasta su imagen púbica, en todo diferían. Entonces esa atracción por lo opuesto le resultaba estimulante y hasta productiva. No me animaría a decir que es lo que me sucede a mí, no con otro escritor, sino con el mate, con tomar mate. No. Lo que me ocurre no es lo opuesto a mí sino algo más profundo: la otredad total, un territorio desconocido. No me gusta el mate, ni el café, ni el té, ni ninguna infusión caliente. De hecho, no estoy seguro de haber tomado mate en más de 40 años. El último (y probablemente único) recuerdo que tengo de esa bebida en relación a mí, fue un día, en la adolescencia, en que mi tío abuelo Adolfo (que tomaba litros) me ofreció uno y yo, no tanto por cortesía sino como resultado de la mirada inquisitiva de mi madre, acepté mojarme los labios. Ahí se termina mi relación con tan verde infusión. Y, tal vez por eso, me apresuré a leer Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate, de Carmen M. Cáceres (Fiordo, Buenos Aires, 2022) libro que me resultó sumamente interesante, ya que incluye señas y códigos compartidos por tomadores de mate, pero, más allá de eso, termina funcionando como una formidable crítica cultural que toma al mate para ir más lejos y pensar problemas de la cultura argentina del siglo XIX en adelante. En particular eso ocurre en el capítulo 3, que parte de una frase de Borges. “Tomar mate era para mí una manera de sentirme un criollo viejo”. A partir de allí, Cáceres pasa por Echeverría, Cortázar, Saer, Fogwill, Mansilla e incluso Aira, para avanzar con afirmaciones definitivas y lúcidas como esta: “Los textos ‘fundamentales’ representan al mate desde la perspectiva de una única idiosincrasia o moral: la de la región central del territorio (ya sea rural en las pampas o urbana en la ciudad de Buenos Aires) de la que, vaya paradoja, el mate no es oriundo. Segundo, las escenas en los textos ‘fundamentales’ representan los efectos virtuosos del mate como una experiencia exclusivamente masculina”. Cáceres muestra que, a partir de aquí “el mate será uno, masculino y amargo, nacido en el momento en que se funda la versión de una identidad nacional”. Es mate amargo, pampeano (o porteño) y viril, oculta sus orígenes guaraníes y el rol de las mujeres en esa larga historia. Etnocentrismo porteño, desplazamiento del lugar de las mujeres: “qué paradoja que el mismo hábito vaya asociado en los hombres a valores estoicos, casi espartanos, y en las mujeres a la servidumbre, la desidia o la sensualidad”. 

Antes y después de ese capítulo, Cáceres reflexiona sobre el mate en tanto ceremonia. Todos conocemos y leemos con fruición –en la frontera con el esnobismo– libros sobre la ceremonia del té en Japón, o demás textos sobre oriente y sus sutilezas (que llevaron a escritores como Barthes a escribir uno de sus peores libros). Pues Al borde de la boca puede leerse también como un merodeo por esa ceremonia en tanto “experiencia de la duración”, para terminar con una advertencia: “el futuro del mate se va a medir por la capacidad que mostremos las tomadoras y tomadores de resistir o aceptar los procesos unificadores de la globalización, que hoy lo toleran y celebran, pero que mañana pueden persuadirnos a hacer lo contrario”.