Ocurrieron últimamente tres cosas extrañas, sorpresivas, o directamente inverosímiles: la revista Nature informó que en una muy pequeña isla del Mar del Norte, el sol sale por el oeste; investigadores independientes descubrieron que en las afueras de Ulán Bator, pasando el río Tuul, ya en pleno llano, el agua no hierve a cien grados; y Penguin Random House publicó dos buenas novelas. ¡Increíble pero real! De los dos primeros eventos no tengo aún confirmación absoluta de su veracidad, pero del tercero sí, por una sencilla razón: acabo de leer ambas novelas y es cierto, son muy buenas.
La primera es Derroche, de María Sonia Cristoff. No creo ser el único que leyó toda la obra de Cristoff, por lo tanto no creo tampoco ser el único que percibe que Derroche va en una dirección que, radicalizada, ya estaba presente en sus novelas anteriores.
Pero si en Inclúyanme afuera el relato funciona por contracción, como una condensación de sentido que contiene cierta restricción (no hablar con nadie durante un tiempo establecido) hasta desembocar, como un espasmo necesario, en un final en el que el boicot irrumpe como un acto ético-político, o tal vez incluso estético; en Derroche la narración opera por expansión, como un nodo en el que desembocan discursos de diferentes tipos y características, en un increscendo que, partiendo de una escritura epistolar sobria y, casi, sin atributos, termina en una especie de descontrol controlado, en la que el anarquismo no es solo el tema sobre el que gira la segunda mitad de la novela, sino el modo en que las frases se encadenan: desafiando las jerarquías, aboliendo toda autoridad, volviendo a la cita injerto subversivo y no mandato a cumplir. El título mismo encierra ya una dimensión programática, y un gesto político.
La estirpe puede leerse también como un título programático, aunque la novela de Carla Maliandi –de ella hablamos a partir de aquí– avanza por otros rumbos. Avanza es un término problemático y, por eso mismo debemos pensarlo en su dimensión crítica. Porque mientras que en La habitación alemana, especie de novela de “no aprendizaje”, la destreza de la narración reside, entre varios otros aspectos, en que cada capítulo cierra algo y abre otra cosa, y ese abrir, bien que proliferante, siempre avanza hacia adelante; en La estirpe el futuro queda en el pasado. Si la novela tuviera un epígrafe (ninguna de las dos novelas lo tiene, lo que habla muy bien de ellas) podría ser la frase de Ennio Flaiano: “solo tengo planes para el pasado”.
El pasado es el de una memoria involuntaria, que ya no se hace presente como producto de una percepción gustativa u olfativa, sino como consecuencia de un evento absurdo: una bola de espejos cae sobre la cabeza de la protagonista. Absurdo es también una categoría sobre la que debemos detenernos. Es ese accidente, entre trivial y cómico, el que termina volviéndose hiperrealista y, en cambio, eso que llamamos “lo real” deviene absurdo. Esa inversión es el núcleo de la novela; como si todo lo real se disolviera no en el aire, sino en el piso lleno de espejitos y bolas de Telgopor, y eso que aparecería como absurdo reapareciera como guerra, batallas por la lengua, memoria de los oprimidos, tambores de un ejército de asesinos. Maliandi es ya, a esta altura, una maestra en el arte del extrañamiento.