Siempre me pasa lo mismo: cuando voy a escribir sobre algo, siempre hay otro que lo hace antes y mejor que yo. En este caso, Matías Serra Bradford en Ñ (pero si hubiese sido al revés, el efecto no variaría: él escribe en un medio masivo y yo en uno underground). Quiero decir: pensaba en esta tardecita medio otoñal versar sobre De re impressoria. Cartas prologales del primer editor, de Aldo Manucio (Ampersand, Buenos Aires, 2021, selección, traducción y notas de Ana Mosqueda), pero me detuve antes en el artículo que, acerca del mismo libro, escribió M.S.B. Allí leemos frases como “Manuzio (M.S.B lo escribe con “z” y no con “c”, planteando una discusión sobre las traducciones de los apellidos) es un modelo definitivo de la tarea pedagógica, incluso evangélica del editor”. Por suerte no soy editor (¡Dios no lo permita! Tener que lidiar con autores argentinos contemporáneos… “que mi libro no está en tal librería”, “que tal crítico no lo reseñó”, “que la letra es demasiado chica”, “que, aunque queden 999 ejemplares en stock, hay tanta demanda que hay que reimprimirlo”… ¡Qué horror!), pero si lo fuera, si fuera editor, pensaría que la frase es acertada. Mientras que un lector (yo, por ejemplo) es básicamente un egoísta (no quiere compartir sus descubrimientos con nadie, aborrece que un libro o autor que le gustó se haga conocido o, aún peor, popular), el editor es esencialmente una persona optimista y generosa que quiere que todo el mundo lea los buenos libros a los que, por una cuestión laboral, él accedió primero. M.S.B agrega que lo de Manucio (pero bien vale para las editoriales independientes en la Argentina de hoy) es “una quijotada”, característica que me parece de lo más adecuada. Y luego, llega a un punto, hacia el final del artículo, en que señala que “para Manuzio todos los libros de un catálogo deberían conformar una familia funcional”. Es también una linda idea, al menos en una primera impresión. Pero, si yo fuera editor (¡Dios no lo permita!, etc., etc. etc.), tal vez pondría en duda esa afirmación.
Pensaría al catálogo, para seguir con las dudosas metáforas de la psicología sistémica, al contrario, como una familia disfuncional. Como una constelación de enfrentamientos internos, de puntos de fricción, de zonas de encuentros y desencuentros, de altercados de todo tipo. Y lo más interesantes del catálogo serían, entonces, las chispas, los relámpagos, el crujir que hacen los textos entre sí. El catálogo como un modo de hacer crepitar la lengua.
Llegamos pues a lo otro que me pasa habitualmente: me fui por las ramas y me quedé sin espacio para escribir sobre lo que quería escribir. Sobre De re impressoria, libro por demás notable. Permítanme, al menos, agregar que Manucio (1451-1515) es reconocido como uno de los más grandes editores de la historia, seguramente el más renovador de su tiempo, la Italia renacentista. El libro compila buena parte de sus aportes, que van del uso moderno de la tipografía, la numeración de las páginas, el arte de, en medio de la industrialización naciente, mantener una estética casi artesanal y, sobre todo, escribir un prólogo a cada libro publicado, de Virgilio, Horacio y Lucrecio, a Cicerón y Catulo, que Ampersand presenta en traducciones impecables. Prometo para uno de estos domingos dedicarle un comentario como corresponde.