Por razones que no vienen al caso ahora, me encuentro releyendo Un poema no escrito, de W. H. Auden. Es un poema en prosa, compuesto por cincuenta párrafos, de los que sé varios de memoria. ¿Es un mérito? No, tan solo un consuelo (la literatura es el consuelo de lo imposible, hasta que, imprevistamente, se hace posible. Aparece. Irrumpe como acto). Recito el primer párrafo: “Mientras espero tu llegada mañana, me encuentro pensando: ‘yo te amo’, entonces viene el pensamiento: ‘Me gustaría escribir un poema que expresara exactamente lo que quiero decir cuando pienso estas palabras’”.
El poema avanza en diferentes rumbos (comparaciones entre literatura, música y artes plásticas; las diversas formas del amor; la pregunta por el yo y por el tu) para, finalmente, terminar afirmando: “pero no puedo saber exactamente lo que quiero decir”. Auden ronda sobre la exactitud de las palabras “yo te amo”, que Barthes no busca en Fragmentos de un discurso amoroso. No se trata allí de un asunto de precisión, sino de una “sintaxis que es loca”. Reparo en la lectura que hace de La falsa amante, de Balzac (En otro libro, Barthes escribe sobre Proust: “El encanto de Proust: de relectura en relectura me salteo diferentes párrafos”, lo mismo podría decir yo sobre Fragmentos…: de relectura en relectura descubro diferentes frases): “Ocultar totalmente una pasión es inconcebible: no porque el sujeto humano sea demasiado débil, sino porque la pasión está hecha, por esencia, para ser vista: es preciso que el ocultar se vea: ‘sepan que estoy ocultándoles algo’, tal es la paradoja activa que debo resolver: es preciso al mismo tiempo que se sepa y que no se sepa: que se sepa que no lo quiero mostrar”. Y luego encuentro otra frase (encuentro en este sentido: apareció sin buscarla, la buscaba sin saberlo) de Lorca en Bodas de sangre: “Y cuando te vi de lejos/me eché en lo ojos arena./Pero montaba a caballo/y el caballo iba a tu puerta”. Hace semanas que no puedo dejar de pensar en esa frase. Primero en mi casa, es decir, en bares y cafés. En Los galgos, en La giralda, en Los 36 billares, en uno en San Telmo, en una pizzería mugrienta, escondidos detrás de una pared. Tal vez en un hotel cuyas iniciales son No Hoy. Pues, no puedo dejar de pensar en ella, y eso me genera, al mismo tiempo, sorpresa y felicidad. Sorpresa porque creía que ya había doblado la curva final. Felicidad, ni hace falta decir porqué. Quisiera que ese momento se eternice como la belleza de unas manos húmedas.
Luego vuelve la vida, no la verdadera, la vida falsa: ocupaciones, compromisos, en vez de ochenta páginas intentemos que dé 96. Cuando eso ocurre –como este fin de semana– retorno a una cita de Pelléas et Mélisande: “¿Qué tienes? No pareces feliz/Sí, sí, soy feliz, pero estoy triste”. Pero rápidamente vuelvo a entregarme a ella, a la frase, y el mundo se detiene, salvo mi respiración agitada (¿debería aquí hacer un chiste, como que la agitación es producto del cigarrillo? La ironía nos protege de la vida, y yo ahora quiero ir hacia ella). Leer está del lado de la vida verdadera. Vuelvo finalmente a Barthes: “La tontería es ser sorprendido. El enamorado lo es incesantemente: no tiene tiempo de transformar, de saber de qué se trata, de proteger. Tal vez conozca su tontería pero no la censura. Su tontería actúa como un clivaje: es tonto, dice, y sin embargo… es cierto”.