Aunque parezca que fueron escritas después, después de haber sido publicadas, en realidad estas columnitas están redactadas varios días antes de la fecha en que se imprimen, es decir hoy, domingo 20 de diciembre de 2020, día en que los eventuales lectores digitales rápidamente pasarán a otras páginas mejores, y los eventuales lectores –como yo–, que todavía leen en papel, guardarán estos pliegos para envolver huevos, etapa superior del periodismo cultural y del periodismo tout court. Aduzco esta situación de desfasaje temporal entre la escritura y la publicación, para señalar que no sé de qué manera se recordaron ayer y se recuerdan hoy los hechos sucedidos el 19 y 20 de diciembre de 2001. Supongo que, como todos los años, las diversas izquierdas realizarán marchas y homenajes a los muertos, los medios hablarán del tema, aunque imagino que dándole cada vez menos espacio, como viene ocurriendo año a año. El tiempo pasa y, además, los 90 (porque 2001 fue en realidad el final del menemismo) quedaron prácticamente fuera de los discursos oficiales. El PRO obviamente no habla del tema, porque ellos fueron los 90. Y desde que Menem es, en los hechos, aliado del Gobierno, el kirchnerismo evita toda mención a los 90 (que involucrarían también a muchos de sus dirigentes, entonces activos militantes del neoliberalismo peronista: véase al respecto la lista que integró Alberto Fernández en 2000) y se centra solo en la crítica del eje Martínez de Hoz-Macri (línea de continuidad económica tan evidente como que el sol sale por el Este) pero salteándose lo que hubo en el medio.
¿Y en el medio qué hubo? O mejor, dicho, ¿qué hubo en 2001? O más precisamente: ¿qué escenas culturales, políticas, sociales han sido claves y luego, curiosamente –o no tanto– han sido borradas de los medios y los homenajes oficiales? Para mí, 2001 fue el maravilloso momento en que buena parte de la sociedad –sectores populares y de clase media– protestaba contra los bancos. Son las imágenes poderosísimas de los bancos tapiados, rodeados por la población armada de martillos y globos, por ciudadanos que golpeaban sus puertas, por viejos que se sentaban a gritar, por artistas que hacían performances en la vereda, por grafiteros que recordaban la frase de Brecht: “Robar un banco es un delito, pero es más delito crearlo”.
Se dirá, con razón, que en verdad no era más que una clase media que quería sus dólares (es decir, que en última instancia quería que siguiera el uno a uno) y no mucho más, no un cambio de raíz del sistema económico. Tan de acuerdo estoy con eso, que precisamente esa fue la razón por la que en ese 2001 rápidamente dejé de participar de las protestas. Era evidente que lo que el grueso de la sociedad pedía era alguien que nos llevara a vivir en “un país normal”, promesa proferida por Kirchner en 2003. Pues déjenme decirles una cosa: a nada temo más que a la normalidad. Hubo allí, en ese 2001, una oportunidad perdida (no por uno, sino por múltiples factores sobre los que no tengo espacio para desarrollar aquí) para que Argentina saliera del rumbo “normal” del capitalismo financiero y el totalitarismo mediático que padecemos sin cesar.
Pero no me olvido de esos bancos temerosos de estar frente a su fin. Duró lo que un suspiro. No un suspiro: el viento de la historia que vuelve, vuelve, vuelve y no deja de volver.