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Crisis en la diplomacia?

Barridos por el sitio web

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Por incómodo que sea escribir sobre uno mismo, no puedo sino comenzar con una autorreferencia. Mi intención original era comentar el fenómeno WikiLeaks, pero cuando advertí que yo también caía en la redada comprendí que perdía toda objetividad. En un sentido, pensé que se acababa la diversión; en otro sentido, tal vez aumentaba.

Claro, no es lo mismo ser un funcionario de gobierno o un dirigente político, cuyas presuntas opiniones pueden comprometer a la diplomacia o a ciertas políticas de Estado, que ser un modesto analista político y experto en opinión pública de quien normalmente se espera que diga algo, sobre todo cuando se lo preguntan –tenga o no tenga algo que decir–. Uno habla con funcionarios y diplomáticos de embajadas: en circunstancias sociales, en otras algo más formales, cuando el consultado se supone que es experto.

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En lo que me concierne personalmente, yo habría dicho, después de la derrota de Kirchner en Buenos Aires en 2009, que el gobierno de la presidenta Cristina tenía pocas posibilidades de completar su mandato. Admito que no sé lo que pude haber dicho. Sé, por cierto, que nunca pensé eso, y dudo que alguien pueda encontrar rastros de esa idea en los innumerables artículos que publico, semana a semana, en la prensa de nuestro país y de otros países; más bien, en todo caso, refuté esa idea cuando eventualmente la escuché. Por lo demás, advierto en las escuetas menciones a mi persona que los medios locales recogen de WikiLeaks que se me hace aparecer con una convicción y contundencia en la que no me reconozco; a lo sumo Ambito Financiero matiza mi afirmación aclarando que dije lo mismo que mi colega Rosendo Fraga pero “un poco menos”.

El fenómeno WikiLeaks presenta dos caras para el análisis. Una, un poco alarmante, confirma que en nuestro mundo se acabó para siempre la privacidad y el off the record. Lo que antes se lograba mediante micrófonos ocultos y, aún antes, mediante escuchas furtivas detrás de cortinas o muebles, ahora es moneda corriente de cada día. ¿Qué sentido tendrá que los analistas políticos hablen ante funcionarios de embajadas o, en otras circunstancias similares, si cualquier cosa que digan podrá ser, con toda probabilidad, difundida al mundo entero fuera de contexto o al servicio de cualquier propósito ignoto? La otra cara lleva a conclusiones menos dramáticas: esto es más de lo mismo –aunque ahora más masivo– y lo más probable es que se diluya pronto sin mayores efectos.

La fantasía más difundida es que se cierne una crisis gravísima sobre la diplomacia mundial. Pero –en otra escala– estas cosas pasaron siempre. Siempre hubo espías, rumores y trascendidos. No se alteraron las relaciones entre la Argentina y el Uruguay cuando un micrófono inoportuno registró las cosas que dijo el presidente del país hermano de todos los argentinos. Perón reestableció relaciones con Estados Unidos apenas después que el embajador Braden dijo lo que dijo, y de la manera más explícita. Los amores de los gobiernos son siempre por interés; raramente se ven perturbados por lo que los seres humanos dicen persiguiendo algún propósito específico, respondiendo a una pregunta o bajo el estímulo de una situación determinada.

Cuando Keynes fue designado embajador del Reino Unido ante Washington dijo: “Ahora podré mentir en nombre de la Corona”. Con su gracia, puso las cosas en el lugar en que ya estaban desde hacía siglos y que siguieron estando hasta ahora. El impacto de WikiLeaks no deriva de las filtraciones de lo que miles de personas pudieron decir, y que funcionarios norteamericanos informaron, porque eso siempre existió. El efecto mayor es la evidencia contundente –no nueva, por cierto, pero bastante brutal– de la vulnerabilidad del gobierno de los Estados Unidos ante terroristas, hackers, violadores o sus propios funcionarios. Si el trabajo de los funcionarios del Departamento de Estado es recoger cuanto pueden de lo que se habla de la vida en su entorno, entonces quienes cumplen esa tarea están en problemas, porque el mayor efecto previsible de esto es que toda persona medianamente sensata medirá sus palabras antes de abrir la boca. Eso que hoy se dice en broma en toda conversación privada se irá convirtiendo en práctica habitual. La vida perderá espontaneidad; los informantes de los gobiernos tendrán menos sobre qué informar; asistir a los cócteles será menos excitante; los analistas políticos tendrán que hacer menos pronósticos, con lo que su trabajo perderá casi todo el interés que despierta.


*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.