Incombustible, contumaz, campeón de las esperanzas renovadas, Sergio Massa volvió a insistir ayer con la intención del candidato único como representante del oficialismo en la próxima elección general. Para él. O, en el peor de los casos, para otro (lo que supone reservar para sí mismo la senaduría bonaerense, siempre que no haya hecatombes). Pero, ante la imposibilidad técnica de ese propósito por el momento, desde el Frente Renovador que preside aceptó intervenir en la interna del justicialismo y confrontar frente a otros rivales. No se retira, y 1) mantiene la disputa interna contra Alberto Fernández, quien promueve las internas partidarias; 2) habrá fuego graneado contra Daniel Scioli si persiste en competir; 3) le traslada a Cristina la responsabilidad de un pronunciamiento; 4) entiende, en su perenne entusiasmo, que las condiciones económicas del país le serán favorables en los próximos meses, como esta semana en la que anunciará una ligera baja del costo de vida; y 5) estima que se concretará el demorado acuerdo con el FMI, por ahora en suspenso porque el organismo ofrece la mitad de lo que pide Massa en materia de asistencia y debido a que, al parecer, no se satisface con la creación de nuevos impuestos a las importaciones en lugar de una devaluación (para ser más precisos, retenciones en lugar de tributos). No sabe aún si viajará a Washington como ministro y candidato o solo como ministro: cree que definir ese protagonismo sería conveniente para las negociaciones.
Primera curiosidad: dicen que Sergio Massa iba a dejar el gobierno si no era postulante único del oficialismo. En rigor, abandonará el Gobierno si lo eligen como candidato único: difícil que sea aspirante y ministro de Economía al mismo tiempo (lo reemplazaría Guillermo Michel, uno de los jóvenes turcos de su confianza).
Segunda curiosidad: suele Massa hacer que otros hablen por él, ventrílocuos de su cercanía. Se supuso, con cierta lógica, que iba en ese sentido la última palabra de Cecilia Moreau (el ministro está harto, para irse, sostuvo). Sin embargo, el funcionario se atragantó con la declaración y, a viva voz, le reprochó el atrevimiento a la mujer. Con un agravante institucional: “Eso no lo puede expresar la titular de la Cámara de Diputados”. Agrega: “Es una falta de respeto al cargo, al mismo que tuve yo”.
Tercera curiosidad: la amenaza de Moreau, también con cierta lógica, debía alarmar a los mercados, desestabilizarlos. No hubo explosión a pesar de que, desde hace meses, se insiste en que la gestión de Massa no es satisfactoria, pero al menos contiene la crisis que siempre está por llegar. La Moreau, con sus advertencias, le pegó un tiro al propio coleto al que pertenece, demolió la imaginería de que solo el ministro Hércules sostiene los pilares del edificio. El anuncio del retiro no fue una conmoción, ni se movieron los precios de bonos y acciones, tampoco disparadas ni corridas: la dama solo detonó el prestigio de su jefe. De ahí la rabia. Justo cuando Massa ya se había convertido en una suerte de Domingo Cavallo, en tiempos de Carlos Menem, cuando el economista asustaba con mostrar su renuncia como mecanismo extorsivo para que no lo cambien. Sembraba miedo, aun en el osado mandatario riojano, incluso en aquellos que lo podían reemplazar. Sin embargo, cuando lo apartaron, no ocurrió nada, el mundo no se detuvo y un moderado Roque Fernández completó la gestión. Para colmo, en esta oportunidad, la Moreau rescató un desatino incomparable, utilizó la frase de un radical de otra época, cuando el reconocido jurista cordobés Alfredo Orgaz –disgustado con operaciones de Arturo Frondizi por ampliar la Corte o evaluar a los magistrados– pegó un portazo y se fue del máximo tribunal alegando “cansancio moral”. Hoy, como se sabe, ese concepto está devaluado, mejor no hacer comparaciones ni recordar idóneos y probos de entonces.
Además de lidiar con los propios, Massa guarda una batalla feroz contra el Presidente, quien auspicia la realización de internas en lugar del candidato único. Caprichosos ambos. Llegaron a pelearse por teléfono como si fueran pesos pesados y, luego, personalmente tuvieron una riña peso pluma. Todo en 24 horas, con participación de gobernadores y, menos, de intendentes. Falta esta semana la voz de Cristina, quien deberá opinar ante la inminencia de las fechas electorales. Obligada. Debe contrariar la interna o aceptar esa condición que le impone Alberto, también consentir a Massa candidato o propiciar el meteoro de Wado de Pedro, hoy con el impulso de varios intendentes como se observa en la cartelería, pasacalles y pegatinas bonaerenses. Nunca más que ahora parecen jugar las encuestas en las que nadie dice creer, pero todos consultan: los de Wado, con el gremialista Luis Barrionuevo como cabeza, sostienen que la opinión negativa que recoje Massa le impide ser postulante, mientras sus rivales afirman que el ministro del Interior no levanta vuelo, sigue en piso menor. Y que, en todo caso, su vuelo es el de una perdiz.
Sea por el paso del tiempo o pérdida de vigencia, dentro del oficialismo empezó una resistencia a lo que diga Cristina en materia de candidatos. Ya son varios sus desaciertos personales, basta reparar históricamente en la elección –según la generalidad de la muchachada peronista– primero de Julio Cobos como vice, luego Martín Lousteau como ministro, más tarde Amado Boudou como número dos y, por último, la nominación de Alberto Fernández a la primera magistratura. Ni hablar de Martín Guzmán en Economía, la que luego detestó. A varios funcionarios alentó y a otros tantos defenestró: no se le reconocen éxitos. Un reguero de desatinos que estaba bajo la alfombra y ahora se reflota por una simple, sencilla y pedestre realidad numérica: sus decisiones han llevado al oficialismo del primer puesto a competir por los puestos del descenso.