A veces, las inquietudes que expresan algunos lectores resultan esclarecedoras y permiten que sus pares reciban, de parte de PERFIL, aclaraciones, ampliaciones informativas, correcciones, rectificaciones y esclarecedores conceptos. Incluso, la ratificación o no de que lo publicado es correcto y responde a los preceptos esenciales del oficio periodístico y de la misión central de los medios: aportar a sus seguidores los elementos que les faciliten una mejor comprensión de la realidad o de la historia.
La carta enviada por el señor Daniel Ursini opera, en ese sentido, como un interesante disparador que instala sobre el escritorio al menos dos cuestiones que merecen explicaciones. La primera, referida a la tarea de los editores a la hora de poner en páginas artículos o partes de obras de columnistas, autores diversos o los redactores del diario. Pregunta, el lector, por qué el editor del artículo firmado por el historiador y periodista Andrés Bufali no reclamó a éste que diera a conocer sus fuentes para fundamentar la afirmación de que Manuel Belgrano y José de San Martín respaldaban en el Congreso de Tucumán la formación de un régimen de gobierno monárquico constitucional con eje en la dinastía incaica; y, además, la ausencia de una explicación a la definición de grieta entre unitarios y federales que vivían esas tierras en aquellos turbulentos tiempos revolucionarios.
Este ombudsman debe señalarle al señor Ursini –y por extensión a todos los lectores que puedan compartir con él similares reflexiones– que no es misión del editor pedir a los autores que fundamenten afirmaciones que la historia o la realidad han dado por ciertas y son consideradas incontrovertibles. De tal modo, no hace falta fundamentar que aquella época estaba signada por la tensión entre la postura porteña defensora a ultranza de Buenos Aires como centro de estos territorios (unitarismo) y la oposición de provincias (en particular las del litoral, federalismo en suma) a tal conducta. Igualmente, tampoco se justificaba que Bufali aclarase el origen de sus datos sobre Belgrano, San Martín y la monarquía parlamentaria como sistema y la proclamación de un heredero del imperio incaico como cabeza de ese régimen. En este sentido, este defensor de los lectores quiere ampliar lo afirmado en tan breve espacio por Bufali.
Había, en el marco del Congreso de Tucumán, posiciones diversas en torno a qué tipo de gobierno habría de surgir tras la declaración de la Independencia: si sería uno republicano y representativo, a la manera norteamericana, uno de democracia restringida como otras tierras o una monarquía ejercida por un príncipe español o un heredero de la corona incaica. Andrés Mendieta relató en un breve y preciso artículo, que Manuel Belgrano expuso el 6 de mayo de 1816, en sesión secreta del Congreso (tras una sesión ordinaria que presidía Laprida), sus impresiones sobre las distintas posturas políticas observadas en Europa y en territorios americanos. Para entonces, la corriente a favor de instaurar una monarquía atemperada parecía la línea mayoritaria entre los congresales, incluyendo algunos porteños. Belgrano fue, sin embargo más allá: no sólo defendió la postura monárquica sino que le adicionó que sería un acto de justicia histórica recurrir a la dinastía incaica para adjudicar la corona.
Lo ovacionaron los diputados de las provincias, en particular entusiastas representantes del Alto Perú y de los territorios norteños, y hasta Tomás de Anchorena, el poderoso congresal de Buenos Aires, asintió con la cabeza. Los porteños, en general, mostraron cierto grado de asombro y rechazo, que quedó plasmado en La Crónica Argentina y en otras publicaciones con escritos que iban desde la más respetuosa crítica hasta la diatriba más intensa. En esos textos se señaló que junto a la postura de Belgrano debían inscribirse las coincidentes de San Martín y Martín Güemes, sin ahorrar para éstos, tampoco, palabras duras y hasta peyorativas. Anchorena, cuyo gesto había parecido aprobatorio tras el inflamado discurso de Belgrano, aclaró que no le molestaba la idea de la monarquía constitucional, pero sí en cambio que se pusiese “la mira en un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona, si existe, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería para colocarla en el elevado trono de un monarca” (cfr. “La Patria Grande Perdida”, artículo de Alberto Lapolla en El Historiador, julio de 2005).
Quedan aclaradas, así, las razones de inquietud exhibidas por el lector Ursini.
Fe de errata. En su columna de la semana pasada, este ombudsman se refirió al mail crítico de un lector cuyo apellido escribió incorrectamente (no fue resposabilidad del equipo de corrección, sino propia). Se trata de Arturo Billon y no de Arturo Billion, como fue publicado erróneamente.