Ese momento: el momento en el que a alguien a quien parecía no importarle nada, de pronto le importa algo. No es que vaya a desprenderse así sin más de su aire socarrón, la displicencia petulante, la indeclinable necesidad de dar a ver que nos desprecia. Pero de pronto algo ocurre y lo desencaja; y en la precipitación urgida por demostrar que la muralla de su desdén ha quedado intacta, trasunta una desesperación que en verdad estuvo subyaciendo desde siempre. Pienso, claro, en Donald Trump: su derrota y sus berrinches.
Si se quisiera partir el campo político en dos, por pura pasión binaria, el corte a adoptar para mí sigue siendo el de derecha e izquierda, según se posicione cada cual frente al oprobio de la explotación social (ya sé que pasó de moda; lector de Didi Huberman, sin embargo, apuesto a la potencia de actualidad del anacronismo). Pero ese corte bien podría ser también este otro: uno que permita escindir, por un lado, un hábito de convicciones y fundamentos, y por el otro, eso que Peter Sloterdijk caracterizó como “razón cínica”. Son dos formas de hacer política. Una escena memorada reunió esas dos variantes en la historia argentina reciente: la de Menem y Alfonsín caminando por los jardines de Olivos.
Menem también era pragmático, jocoso, prescindente, experto en hacer que las cosas resbalen. ¡Pero cómo se puso el día en que le quitaron la bella Ferrari! Son los momentos en los que aflora con claridad la ideología de los que pretenden no tenerla.