Se fue una fría mañana. Era el mediodía y habían transcurrido doce horas de una decisión sin cabildeos, sin dudas, sin nadie que lo frenara en su impulso de adioses con menciones de gratitud, olvidos intencionados, rabias contenidas, emociones envueltas en una neblina parecida a la que atravesó para llegar a Ezeiza. A Ezeiza, bien lejos del Monumental, de Aguilar y de los otros. De esos adulones de cuarta que sonríen desde un rincón de los vestuarios en las tardes ganadoras, esperando una sonrisa, como hacen los perros cuando aguardan un mimo del amo. Esos que, sin embargo, no están en los adioses y son incapaces por sí mismos de decir adiós, soltando la presa de un cargo desde el que levantan la mano para votar pases que llenan bolsillos, en principio, ajenos.
Ezeiza, una silla y esa ansiedad periodística de siempre en las filas de enfrente, gozando un buen título, la nota de tapa que esta vez le toca a él, un tipo que fue siempre dominante y ahora luce vencido; equilibrado en la postura hacia el afuera, pero quebrado por dentro. “Gracias a los jugadores”, alcanza a balbucear Passarella. No puede agregar “que me han dado tanto”, porque bien poco le dieron, aunque él pueda pensar también que colaboró en la frustración con silencios y titubeos. Calló el desorden. Acató un calendario absurdo. No denunció, acaso por gratitud y algunos dicen que hasta por conveniencia, los desajustes de una institución desquiciada por esos dirigentes enamorados de los grupos inversores, embobados con Suiza, Canadá, las Islas Vírgenes. Nada dice de ellos, Passarella. No se pregunta dónde está Aguilar. No los compromete, aferrado a ciertos códigos, pero si no menciona a los Aguilares de la comisión, todos saben que es por algo. El viaje terminó en la peor de las estaciones. Esas perdidas, en las que uno se baja solo y no hay nadie esperándolo, y alrededor todo es desconocido, amenazante. ¿Qué hizo Pasarella para merecerlo? Bastante menos de lo que lo acusan. Bastante más de lo que él acepta. Quienes lo señalan con el dedo no consideran a la suerte, se aferran a los resultados. Pasan por alto que River no mereció en la mayoría de los partidos que disputó otra cosa que la victoria. Passarella ve nada más que la escasa fortuna que lo acompañó y se refugia en los lesionados, los suspendidos, algún árbitro, esos imponderables que nadie puede manejar. Pasa por alto Passarella la defensa que no encontró nunca, los cambios permanentes. Que fue el equipo más ofensivo, pero demasiado frágil atrás. Que hubo noches de increíble valor como aquella del partido con Botafogo por la Copa Sudamericana, pero que el equipo quedó con la luz de emergencia en muchas ocasiones. Ahora River sale, con la certeza de quien busca algo en una caverna con la luz de una vela, a buscar un nuevo técnico. Tiene que ser alguien querido por la gente, que sepa un poco, y que esté dispuesto a ir hasta Asia antes de un torneo, si es que sirve para sumar unos pesos. Cuando gane dos partidos, Aguilar anunciará en conferencia de prensa (para sus paraguas del establishment) que le firma un contrato hasta el año 2014. Y el día que ese técnico diga adiós, ya sabe que estará solo y no será en el Monumental. Pero quizás gana un torneo y se salva. Entonces, habrá algunos miércoles tranquilos de los dirigentes para ver a quién compran más o menos barato (siempre hay dirigentes peores por otros lados) para luego vender el 50 por ciento a los desconocidos de siempre que, en un pase de mano, se alzarán con algunos millones de dólares. En ocasiones deben aguardar un mes o dos, y hasta un año, para hacer la diferencia, pero al final, siempre ganan. Cuando River deje de ser tan generoso con los de afuera, no serán los solitarios Passarellas de Ezeiza los peores males que le sucedan.