Amanecen las temperaturas tibias en Buenos Aires. El café sobre la avenida del Libertador ofrece no sólo la posibilidad de fumar sentado a una mesa en la vereda, sino también ilusionarse con el verde y sus aromas provenientes del parque cercano. Todo proporciona armonía y benévola inclusión en la realidad.
Los peronistas que en apenas media hora desfilan por separado y pasan a saludar, no son de utilería, ni vejestorios obsoletos. Tuvieron poder, son de paladar negro, nunca anduvieron en transversalidades, ni mucho menos en concertaciones.
Ambos coinciden. Están preocupados. Uno de ellos no la ve a “la señora” sacando el 40 por ciento necesario para ganar. El otro, sí la ve, pero –aclara– sólo por la provincia de Buenos Aires, porque eso es lo único que desequilibra.
Ambos derraman escepticismo y una taciturna mirada sobre el futuro inminente. Han gobernado y manejado cajas, pero no les gusta ni un poco el talante de los que mandan hoy en la Argentina. Saben que la fuerza arcaica de los votos cautivos del Gran Buenos Aires es la llave de toda victoria. Ambos se pronuncian con cándida resignación: somos una mafia, aseguran.
¿Mafia? ¿Por qué mafia? Sencillo: la tropa sigue a los que tienen poder. Pero cuando se caigan, les dirán “te caíste”, nunca dirán “nos caímos”, balbucean.
¿Por qué son así? Hace más de 50 años que esta pregunta perfora sensibilidades y raciocinios. Si Cooke reiteraba en los tempranos ’60 que el peronismo era “el hecho maldito del país burgués”, ¿cómo encajan los efluvios que esta semana dejó caer, arrobado, FrancoQueEsMacri luego de la presentación de Cristina Kirchner en el coloquio empresario de IDEA? “Fue un discurso importante, claro, transparente. La senadora es una clara esperanza para la Argentina”.
Como el padre de Mauricio Macri sintió que estaba siendo mezquino, añadió: “Este es el gobierno que ha hecho lo necesario para tener de vuelta una industria, un campo y gremios. Cuando llegó Kirchner, estaba todo desguazado”. ¿Hecho maldito? ¿País burgués?
FrancoQueEsMacri no es, claro, el caso aislado de un empresario singularmente acomodaticio. El peronismo genera condiciones particularmente gratas para realizar buenos negocios: resulta extraordinariamente funcional para que una clase propietaria reacia a las complicaciones de las “formas” se ponga especialmente cachonda con quienes ejercen el poder con tanta y tan musculosa decisión.
Pero el problema es que el ejercicio de ese poder asume contornos tan rústicos y contundentes cuando la llave de las decisiones cae en mano de los descendientes de Perón, que resultan inevitables los choques duros, frontales y sin mayores miramientos entre ellos mismos.
La batalla sin cuartel que parecen dramatizar ahora Julio De Vido y Alberto Fernández hace recordar medio siglo de parecidos encontronazos, feos y hasta sangrientos. En todos ellos primó el discurso doble y las lealtades de puerta giratoria. Participacionistas, combativos, peronistas de pie, socialistas, fascistas, renovadores, ortodoxos, insurreccionales, es una secuencia de perfecta y límpida congruencia, como sistema y método de pensamiento.
Es en este punto donde Néstor Kirchner es apenas un distinguido graduado en las formas y en la verdadera sustancia (no confundir con “ideología”, ese vejestorio) que preservan más de sesenta años de continuidad como poder verdadero.
Ya sea con el invento de “colectoras”, como con los ahora abandonados “lemas” con que el peronismo de Santa Fe usurpó el poder provincial hasta el reciente triunfo de la alianza radical-socialista (de los cinco senadores electos por el Frente Progresista que hizo gobernador a Hermes Binner, cuatro son radicales y el intendente de Santa Fe Capital es, por primera vez, un afiliado de la UCR), el peronismo ha amasado poder sin perder mucho tiempo en ensoñaciones democratistas.
Por esta razón, muchos náufragos de los huracanes revolucionarios de los años ’70 siguen encontrando confort y consuelo en la ríspida galaxia justicialista: sin las minucias doctrinarias de Marx y Engels, el peronismo es leninista en su crudo y frontal apetito de poder. El poder, he allí el “sancta sanctorum” de la razón de ser del peronismo.
Por eso, y nada más que por eso, los episodios de Córdoba son una pálida y menesterosa página que pronto se olvidará.
Juan Schiaretti, por ejemplo, dice que su victoria sobre el neo-anti-kirchnerista Luis Juez el domingo último fue “inobjetable”. Pero el 1º de agosto de 1993, en la elección interna del peronismo cordobés, cuando Juez integraba el núcleo encabezado por Schiaretti y que reportaba al entonces ministro Domingo Cavallo, el rival de ambos era el entonces embajador de Menem en Brasil, el actual gobernador saliente Juan Manuel de la Sota, que apeló a las mismas palabras que ahora usa Juez, para descalificar el resultado. “Con fraude nos quieren robar la victoria”, declaró a La Voz del Interior el 2 de agosto de 1993.
De la Sota pidió en 1993 el recuento voto por voto a la Justicia Federal, pero desde Buenos Aires el peronismo le ordenó a su interventor en Córdoba que proclamara el triunfo de Schiaretti. Intervino la justicia federal y la proclamación se suspendió. Las tres listas (participaba otra, liderada por el ministro menemista Julio C. Aráoz) coincidieron en pedirles a los jueces el recuento voto por voto. “Así se terminan las patrañas de De la Sota, quien se parece a aquel ministro de Adolf Hitler, Joseph Goebbels, por aquello de ‘miente, miente que algo queda’”, declaraba Schiaretti el 6 de agosto de ese año.
El recuento voto a voto terminó el 11 de agosto y el resultado oficial de la Justicia fue diferente de otros dos cómputos de la Junta Electoral partidaria la semana anterior. Schiaretti sacó 85.381 votos y De la Sota 77.801, mientras que para Aráoz fueron 66.862.
Años más tarde, De la Sota y Schiaretti olvidarían sus agravios. Embajador uno y secretario de Industria el otro, ambos fueron hombres de Menem y lo han sido de Kirchner. Juez estuvo casi adentro, pero ahora se queda afuera y maldice a Cristina Kirchner por haber avalado a Schiaretti y ahora callarse la boca, aunque para el acto que le organizó Techint en Campana calzó en su cabeza una boina roja-rojísima.
Nada ha cambiado mucho. Hecho maldito de país burgués, el peronismo no es, ni lo fue. ¿Algún lector que haya acompañado las 110 columnas que he firmado en este diario en sus dos vigorosos años de vida, me ayudaría a definir los términos más apropiados a esta época?