En una sobremesa entre amigos alguien desliza que no hay nada que le aburra más que la lectura de Cortázar: todo lo que cayó en sus manos, al primer intento de lectura, lo sumió en una abulia irrecuperable, insoslayable, insoportable. Todos aceptan la confesión con democrática tolerancia; alguien pregunta por algún cuento en particular, extrañado de que no haya caído en sus redes; el amigo dice que lo intentó y que no hubo caso. Alguien desliza la antipatía que le despierta Vargas Llosa, y parece que le cae antipático a todo el mundo, porque nadie se muestra necesitado de tolerancia alguna; más bien es una afirmación que entra por un oído y sale por el otro, como si el sujeto en cuestión no hubiese dicho nada. Pero basta que alguien diga que no le gusta Borges para que se arme la batahola: uno lo tilda de infantil, otro lisa y llanamente de ignorante, otro de provocador, lo que equivale a decir que ni siquiera él mismo cree en esa afirmación: no puede no gustarle. Cualquier intento de democratizar la discusión, de volverla amigable, es inútil: el imborgiano es ignorado, sería pasado a degüello si dependiera de ellos, y luego sus restos serían arrojados a los perros, si es que en las cercanías hubiese alguno dando vueltas.
Al imborgiano se le piden algunas explicaciones que en los casos anteriores se habían omitido, como si no amar a Borges tuviera su origen en algún trauma infantil, en alguna patología. Este amigo explica que por su lado no se trata de una decisión tomada ex profeso, sino que, más bien, no encuentra nada extraordinario en aquello donde los demás sucumben. En primer lugar, ama la novela, a la considera el gran género, que Borges se ocupó de eludir toda la vida; el cuento à la française, como la extensión de otra cosa –la filosofía, la matemáticas, lo que se quiera–, le repugna; y en tercer lugar conoce a cien escritores más interesantes que él –y tal vez se quede corto, por la cara que pone pareciera que conoce a ciento cincuenta.
Es como si Borges no fuera igual a nada argentino; ni siquiera parecido. Falsamente único, se lo considera el inventor de algo, pero sin necesidad de investigar demasiado se constata con rapidez que no fue el inventor de nada, que solo se dedicó a escribir bien (cosa que al menos el imborgiano acepta, y eso tranquiliza a los comensales), algo que al inborgiano tampoco le agrada (en los comensales asoma la rabia), y tampoco a Borges agradaba (los comensales se relajan), dado que él mismo rehuía la perfección, “ensuciando” su propia escritura adrede, para volverla tolerable (nada más intragable que la perfección).
El imborgiano entiende que Borges alcanzó el nivel de Sanctum Sanctorum, como algunos otros (pocos) temas indiscutibles en la Argentina, es decir algo que tiene poca conexión con la literatura y más con el nacionalismo, aquello que flota en la nebulosa del ser nacional –y que nadie sabe qué es.
Lo que este amigo todavía no entiende es que su imborgianismo debe ser ocultado, debe ser vivido en la clandestinidad. Cosa no tan difícil, por otra parte. Como el imborgiano está rodeado de amigos, éstos lo llenan de consejos: la próxima vez que oiga hablar de Borges debe bajar la mirada y, en lo posible, pensar en otra cosa; y sobre todo no hablar. No por mucho tiempo: los raptos nacionalistas en general duran poco si nada se le opone. Es fácil, y lo incitan a intentarlo: hay que vaciar la mente de cualquier pensamiento y repetir como un idiota: “Borges es el mejor escritor del mundo”. Es fácil. Lo intenta, lo dice. Y ni siquiera se le cae la cara de vergüenza. Menos mal que están los amigos.