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Ecos vitales

Luciano De Samoata
Luciano De Samoata | Cedoc

Cuando el sol de la literatura está bajo los enanos se ven como gigantes. Eso explica que la literatura argentina esté rebozante de escritores ilustres, conocidos, reconocidos, linkeados y comentados por doquier, en la misma proporción que la ausencia de sustancia, es decir esa capacidad de provocar un eco vital –no un mero eco, cosa fácil de producir, sino un eco vital, un eco ensordecedor que obliga a cambiar de dirección, no a seguir el camino como si nada hubiese sucedido.

 ¿Pero qué es a fin de cuentas un eco vital? ¿Cómo se lo reconoce? O mejor: ¿cómo se distingue del que sin dejar de ser eco no lo es? Y que ahora no se me ocurra hablar de las grandes obras de la literatura universal, porque no hay nada más antipático que el que pone como vara de medida lo inalcanzable. Hasta en marketing estratégico se tiene mucho cuidado en no establecer metas inalcanzables, porque eso sume al personal en el desánimo. El problema es que quienes nos dicen qué debemos sentir frente a determinadas obras no son ya los críticos, especímen cultural desaparecido y a quien tan bien despidió Mario Lavagetto en Eutanasia de la crítica, sino las editoriales. Y les creemos. 

No hay género más global, recíproco y permutable que las contratapas. Tomen la contratapa de un libro publicado en Helsinky, otro en Sidney, otro en París, otro en Turín y otro en Buenos Aires: todas parecen escritas por la misma persona. El manejo del suspenso, la adjetivación, lo que la contratapa muestra y difiere se repite una y otra vez.          

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En su momento George Steiner se lamentaba de que los lectores ya no leían las obras sino el aparato crítico que giraba en torno a ellas. Lavagetto probaba que aquello era mucho comparado con esto. La crítica ya no se lee, sencillamente porque no se escribe. Ocupó su lugar el comentarista entusiasta, no aquel capaz de jugarse la vida con tal de decir lo que lleva en el corazón. ¿Cómo se llamaba aquel crítico antiguo a quien por haber defenestrado la obra de su propio rey habían condenado a trabajar en las canteras? Luego de dos años de trabajo forzado, el rey había decidido darle la oportunidad de desdecirse, así que lo había hecho traer y le había preguntado si tenía que decir algo de su obra, a lo que el crítico, girando sobre sus pasos y volviendo por dónde había venido, solamente había dicho: “Otra vez a las canteras...”.


Eran encantadores esos seres que parecían la reencarnación del Momo de Luciano de Samosata, el único por autorización divina a ejercer la crítica. Cuando Momo interviene lo hace luego de miles de disculpas y recaudos, dando a entender que no puede evitar ver aquello que los demás no ven, o que los demás no quieren ver. Cierto día Poseidón aparece con su última creación, el toro. Todos se deshacen en elogios, admiran el bos taurus dándole vueltas alrededor. Momo toma la palabra y como siempre su discurso introductorio es apacible y respetuoso (Momo siempre es apacible y respetuoso), luego de lo cual hace una sola objeción que deja mal parado a Poseidón y a todos sus aplaudidores: los cuernos del toro deberían estar debajo de los ojos, no encima, de modo que la bestia pudiera ver aquello que embiste.

Si los enanos se ven como gigantes cuando el sol de la literatura está bajo es porque faltan los críticos que objeten como Momo. Hay que hacer oídos sordos a las voces que se desviven en elogios y exigirle a los comentadores que afinen la puntería. El problema es: ¿para disparar con qué armas? n