Hace algunas semanas el New York Times publicó un artículo en el que contaba que dos grupos distintos de especialistas informáticos habían encontrado pruebas más que convincentes acerca de la identidad de “Q”, el autor anónimo de un post publicado en 2017 en 4chan, una plataforma para compartir textos e imágenes fundada en 2003, a partir de la cual se volvió el líder de la teoría conspirativa conocida como QAnon (abreviación de Q-Anónimo), muy popular entre la extrema derecha estadounidense, según la cual habría existido una trama secreta organizada por un supuesto Deep State contra Donald Trump y sus seguidores.
El New York Times da en realidad dos nombres: Paul Furber, periodista sudafricano y uno de los primeros comentaristas que llamaron la atención acerca de la existencia de “Q”, y Ron Watkins, hoy candidato republicano en Arizona, el sospechoso sobre el que recaen casi todas las miradas. Dichos estudios suministraron al New York Times pruebas irrefutables sobre la autoría de un texto a través de la estilometría, o sea el análisis de un texto, ante la ausencia de datos certeros, para determinar su paternidad. Como todo, la estilometría tiene una historia, aunque bastante reciente, y tiene implicancias de peso en el ámbito académico y literario, pero también en el ámbito legal y forense.
Para atribuir un texto determinado a un autor existen distintos métodos, entre los que se cuentan, naturalmente y en primer lugar, el contenido; pero también entran en juego otras cosas, como la fecha en que presuntamente fue escrita la obra, el análisis de la grafía en el caso de los manuscritos, el estudio de las circunstancias en que fue publicado, etc. Pero cuando todo este tipo de información está ausente, lo único que queda es la estilometría.
El estilo, es decir las elecciones recurrentes más o menos conscientes hechas por el que escribe, puede analizarse con una metodología cualitativa, a través de la estilística, o cuantitativa, a través de la estilometría. La estilometría empezó a hacerse conocida durante la segunda mitad del siglo XIX, apuntando a conocer la autoría de ciertas obras literarias, sobre todo teatro del Renacimiento inglés. Pero las bases de la estilometría fueron establecidas por el polaco Wincenty Lutosławski en el libro Principios de estilometría, de 1890. Lutosławski utilizó ese método para componer una cronología de los diálogos de Platón. Como es de imaginar, el desarrollo de la computación permitió analizar grandes cantidades de datos e impulsó este tipo de labor. Los estudios estilométricos, a partir de orígenes poco creíbles, se volvieron tan confiables que terminaron siendo utilizados como pruebas en causas judiciales.
La estilometría parte del supuesto de que cada autor tiene características peculiares e irreprimibles, rasgos constitutivos, hábitos lingüísticos que constituyen una especie particular de ADN, el llamado idiolecto, algo difícil de controlar y que actúa a nivel inconsciente, saliendo a la superficie en momentos imprevistos y delatores. Esas partículas delatoras no son en general las palabras que tienen un alto contenido semántico, como los sustantivos, los verbos o los adjetivos, sino aquellas que no suelen vehiculizar un significado, pero que tienen una función sintáctica y gramatical, como las proposiciones, las conjunciones, los pronombres y los artículos, que ponen de relieve las relaciones estructurales dentro de una frase, independientemente del argumento. Porque lo que es difícil de percibir es lo más difícil de ocultar o falsificar.