Estaría bueno que las cosas fuesen distintas, pero lamentablemente son así. En buena hora, Daniel Link viene exhumando el concepto de guerra civil. En su caso, lo toma del nuevo filósofo italiano Giorgio Agamben. Por su formación y su compleja trama de intereses, Link llega a Agamben desde la estética, y le llega contaminado de mitos europeos sobre la ciudadanía, la expresión y los derechos humanos. Más le valdría usar el concepto de “guerra civil larvada” desarrollado –¡en 1964!– por Tulio Halperín e su Argentina en el callejón. Ahora, la Suprema Corte norteamericana acaba de ratificar el derecho de los ciudadanos a portar armas en defensa de sus vidas y su patrimonio. Sin duda, se trata de un triunfo del lobby de fabricantes y vendedores de armas, pero también es un reconocimiento de la guerra civil vigente en el Norte. Recordemos que en siglo XVIII, la constitución norteamericana fue la primera en reconocer los derechos humanos, incluyendo el de defenderse. Claro que en el XVIII los “humanos” vivían bajo el acoso de pieles rojas empecinados en recuperar su territorio y servidos por una masa de africanos obedientes y atónitos. Todo cambió. Ahora los humanos yanquis son todos ciudadanos y, según las consideraciones de los jueces, tienen derecho a defenderse de traficantes, pandillas y criminales en general. Allí las balas matan más que el sida: noventa personas mueren diariamente por balas, de las cuales sólo un tercio son disparadas por fuerzas de seguridad. Pero, como el sida, los accidentes laborales y las bajas militares, la bala elimina mayoritariamente a negros e hispánicos, de modo que los ciudadanos pueden dormir tranquilos y dedicar en paz sus horas libres a la limpieza y lubricación de sus fusiles, metralletas y pistolas. Aquí no es posible acceder a los registros del Renar, pero nadie ignora que el parque bélico y parabélico autorizado se concentra en manos y guanteras de un sector bien acotado de los ciudadanos. ¿Las recientes incautaciones de toneladas de cocaína son episodios de la guerra larvada? No lo sé, pero es evidente que atrás quedaron la azafatas y las mulas que movían de a kilos desde Ezeiza y hoy pasamos a otra escala tal como pronostiqué no menos de tres veces en esta columna publicada el 28/3/08, el 14/04/08, y el 13/12/08, en plena época de la desradarización del espacio aéreo argentino. Ahora buscan a los dueños en las fronteras de Bolivia y Paraguay, pero es tarde. Tuvieron veinticuatro meses permiso para encanutar su stock a U$S 2 millones la tonelada por vía área, y ahora, de a poquito, lo van fletando en barco a U$S 50 millones, descontando costos de seguros y lo que tengan que repartir.