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Caballo de Troya

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Accedo a Teoría del mundo de la vida, de Hans Blumenberg, recientemente publicado por Fondo de Cultura Económica, y antes de leerlo me vienen ganas de volver a algunos de sus textos viejos –no tan viejos–, en especial a Naufragio con espectador, del que recuerdo una frase perfecta: “Lo difícil que se ha vuelto seguir siendo espectador”. Podría agregar, yo, “sólo espectador”, ya no participante de un happening, un realtity show, o militante de lo que sea. No. Tan sólo espectador. Pues volviendo al libro, la del naufragio es una de las más potentes metáforas literarias y políticas, y la posibilidad de asistir –como espectadores– a nuestro propio naufragio no deja de tener consecuencias impredecibles. Herder viaja de Alemania a Francia para presenciar la Revolución, y a la vuelta, en enero de 1790, la nave se va a pique entre Amberes y Amsterdam. Blumenberg extrae la siguiente conclusión: “Podemos asistir a la Revolución Francesa como mirando desde lo alto de una orilla firme un naufragio en extranjero mar abierto, a menos que nuestro genio maligno, incluso sin quererlo, nos precipite al mar”. Asistir a nuestra propia ruina, o mejor dicho devolverle a la literatura su condición de ruina, es un acto radical, extremo (algo de eso, más cerca de nosotros y de la literatura, ya hemos dicho en relación con Chejfec y A.J. Ponte hace cierto tiempo).

Sin embargo, la idea de naufragio siempre lleva una carga moral. Quizás allí radique su insuficiencia. Al contrario, la figura del caballo de Troya incluye también la posibilidad del fracaso, pero suspende el juicio moral: nosotros vemos, pero a nosotros no nos ven. Es el triunfo absoluto del espectador, pero ahora devenido actor (es “el espectador comprometido”, del que hablaba Raymond Aron). Y a la vez, suspende también la pragmática antiintelectual de la política: la acción está supeditada a la idea; el resultado, a la estrategia. Si hay alguien que en la literatura en castellano pensó estos temas, que no es más que pensar en las condiciones de (im)posibilidad para la literatura de ser de vanguardia, hoy, es Héctor Libertella.

En Nueva escritura en Latinoamérica, de 1977, en un apartado llamado “La vanguardia en el caballo de Troya”, escribe: “Se sugiere la posibilidad de un doble movimiento interior a la vanguardia, o la posibilidad de dos vanguardias coexistentes: una que, apoyada en cierto aparato teórico, alimenta la fantasía de una ‘evolución’ crítica (la vanguardia de pasos sucesivos), y su sombra en otra escena, que simula operar en el cuerpo social como escondida en un caballo de Troya, que mientras espera el momento ilusorio de estallar se va comprendiendo en su disfraz, reinstaura el mito griego de la astucia, hace su negocio incluyéndose en un campo convencional, invierte a largo plazo indiferente al mecanismo de las pérdidas o de las ganancias, y que, ajena a la conquista de rápidos efectos en el mercado, sólo ‘funciona’ –pica, graba, talla– compulsivamente en las cuevas”.

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Doble caballo de Troya: uno, el que ingresa subrepticiamente para volverse indiferente (“indiferente al ruido de la época”, como escribe J.A. Ramos Sucre en un viejo poema) pero también el otro, mucho más crítico que, como una doublure, opera sobre la vanguardia para sospechar de su mito y darle un nuevo sentido. Una segunda oportunidad.