COLUMNISTAS
Tiempos modernos

Caballos de circo

La semana pasada, Pedro Mairal señalaba, con una sabiduría y una sensibilidad que yo desconocía, que los caballos “ya casi no tienen una función, se los cría para el espectáculo televisivo”, en referencia a las jineteadas de Jesús María.

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La semana pasada, Pedro Mairal señalaba, con una sabiduría y una sensibilidad que yo desconocía, que los caballos “ya casi no tienen una función, se los cría para el espectáculo televisivo”, en referencia a las jineteadas de Jesús María. Basta pensar en los caballos entrenados para desfiles (militares o civiles), los caballos de carrera o de salto e incluso los usos metafóricos de palabras como “potro” o “yegua” para apuntalar esa certeza.

Después de la Revolución Industrial (una de cuyas primeras invenciones fue la unidad de medida “caballo de fuerza”), los caballos fueron perdiendo progresivamente el carácter de herramienta privilegiada que hasta entonces habían tenido. El caballo, que alguna vez había garantizado panem et circenses (literalmente: en los molinos en los que se los ponía a trabajar y en los estadios donde se corrían las carreras de carros y cuadrigas), hoy es para nosotros apenas un resto arcaico de civilizaciones perdidas que son citadas en el circo de nuestro presente.

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El fin de semana pasado, la casualidad quiso que (por segunda vez en su carrera) un fotógrafo que conozco recurriera a la hipotética oferta de los suburbios del Oeste porque necesitaba un caballo que apareciera en el fondo de una producción específica para un libro. Inútiles fueron sus pesquisas, sus ruegos, sus solapados sobornos: caballitos comunes y corrientes ya prácticamente no existen entre nosotros y los que se guardan en los haras de las inmediaciones de General Rodríguez suelen ser demasiado caros y delicados como para que alguien quiera “prestarlos” a un circo ajeno. Se podrá alabar hasta el cansancio las habilidades de los jinetes de Jesús María o de Texas, pero las verdaderas estrellas de esos espectáculos son los caballos, y así los crían.

Habiendo dejado de servir para otra cosa, libres de toda función utilitaria (salvo en lo más recóndito del campo, de la selva o del Tercer Mundo), los potros y las yeguas se nos presentan como obras de arte vivientes en las que la belleza y el peligro van de la mano. Han dejado de ser una unidad de fuerza para transformarse en una pura potencia (en el caso de Jesús María, una potencia de muerte). Conozco a un bibliotecólogo que se compró una potranca de carrera “como inversión”, y por algo en el mundo árabe los caballos son las más preciadas alhajas de los jeques.

De un ganador en una triple competición que premia la belleza, la presencia escénica, la expresividad y la morfología, el diario El Mundo de España destaca “la expresividad de los ojos, negros como el petróleo, oscuros como la cabellera azabache de Monica Bellucci”.

Mairal, cuyo objetivo es, si no me equivoco, condenar esos resabios “de una necesidad brutal” que son las jineteadas, concluye reconociendo que el que más sufre en ese proceso de transformación del pan (y de la gloria) en circo puro no es el deliberadamente encabritado caballo sino el arriesgado jinete (explotado, una vez más). Sea.

Pero tal vez el jinete, que aspira al mito, nunca entienda del todo esa recusación del circo por la vía de una estética materialista: lo que él quiere es participar de esa transformación del trabajo en arte, que su cuerpo se vuelva uno solo con el del caballo encabritado: ¿no es ése el que, en definitiva, gana? No el que doma al caballo (eso es prepararlo para una función o un trabajo), sino el que sobrevive al riesgo, el que se funde con él, el que llega a ser el potro.

Kafka, que odiaba los espectáculos ecuestres y el placer burgués que los rodeaba (“Si bien se piensa, no es tan envidiable ser vencedor en una carrera de caballos”) sostuvo, sin embargo, El deseo de ser indio, que glosó del siguiente modo: “Si uno fuera un indio siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, inclinado en el aire, constantemente estremecido sobre la tierra trémula, hasta arrojar las espuelas porque no hay más espuelas, hasta soltar las riendas porque ya no hay riendas, y viera apenas ante sí el campo como una pradera rasa, ya sin crines y sin cabeza de caballo”.

Muy lejos de la consideración del noble bruto (“¿Cómo pretenden que yo, que lo crié de potrillo, clave en su pecho un cuchillo, porque el patrón lo ordenó?”) como herramienta o como arma (es decir, ligado a un cierto valor de uso), pero lejos también de la definición que hace del caballo una mera mercancía en la industria del entretenimiento, Kafka pensaba al caballo como una potencia de desintegración.

No está bien que los jinetes mueran, pero está bien que, cada tanto, sea el caballo la mitad que sobrevive. Vuelve a la cosa más real, detiene el circo.