Hay escenas que recuerdo con una mezcla confusa de vergüenza y rabia. Vas caminando por la ciudad, absorbido en tus fantasmas o inmerso en tus bendiciones más íntimas, y de pronto la punta de tu zapato se topa con una baldosa levantada, vas trastabillando y en segundos estás en el suelo. Te ponés de pie y mirás con indignación y escándalo lo que te hizo caer, como denunciando a un criminal traicionero. Pero te caíste. No lo tenías previsto, pero te fuiste al suelo y ahora sólo cabe reincorporarse. Contemplamos con ira tamaña humillación, creemos que de eso se trata, de una afrenta inaceptable. ¿Qué se cree esa baldosa? ¿Cómo se atreve a propinarme una zancadilla, y –además– a hacérmela sin que yo haya podido preverlo? Me pasó algo personalmente muy importante estas semanas y, tal vez, los lectores perspicaces, o quienes me escuchan por radio todas las tardes, hayan advertido que “las razones de salud” que se explicitaban al pie de esta columna y en mi programa de Mitre para justificar mi ausencia no aludían al resultado de una mediocre gripe estacional. Fue otra cosa: una impresionante cirugía abdominal, prescripta y resuelta con toda celeridad, en 72 horas; mi propia experiencia de lo que significa que un ferrocarril te pase por arriba.
Estupefacto por la contundencia del sablazo, desde hace días construyo mi recuperación, que no será corta ni tampoco mágica, pero que es posible y factible. Ese asombro ante lo imprevisto es tal vez hijo de la omnipotencia: en este Día del Periodista estoy cumpliendo cincuenta años completos en el ejercicio de este oficio, en el que arranqué en agosto de 1964. Así lo celebro hoy, magullado, pero lleno de vigor y confianza.
Aunque no me engaño; me cambió la vida. La interior, más que la exterior, puesto que no tengo por ahora planes de jubilarme. Como quiera que sea, todo será diferente y hasta tal vez mejor.
Nadie permanece como la misma persona después de tamaña trompada. ¿Sigo siendo, acaso, el mismo hombre inquieto que hasta entrar al quirófano, el 19 de mayo, sentía delicia profunda en su curiosidad insaciable por todo y por todos? Presumo que ya no. Cosas han pasado.
¿Dónde estuve yo, por ejemplo, durante esas diez horas interminables, en un quirófano “a cielo abierto”, mientras un batallón de seres maravillosos se metía dentro de mí para salvarme y para curarme? Imposible saberlo; es un misterio. Las modernas y eficaces anestesias suprimen el dolor y sellan esa amnesia parcial de modo total. Puedo, sí, recordar el último rostro que vi antes de la anestesia, un cirujano reconfortante e insondablemente humano, pero ahora mismo me estremece conjeturar dónde estuve realmente en esas horas, con quién, de qué manera. Fue casi medio día de cirugía. ¿Qué sucedió en torno a mí en esas horas clausuradas para siempre, al menos para mí? ¿Cuántos amores consumados? ¿Cuántas pasiones desatadas? ¿Qué cantidad de desencuentros o de lúgubres desenlaces? ¿Cuántos sueños inasibles se difuminaron en esas horas clandestinas, historias a las que jamás accederé? Misterios desaforados recorren, así, mi intimidad; creemos conocer la frontera entre la muerte y la vida pero, en verdad, nada sabemos. Ignoraba yo, además, los límites arrasadores del amor más sencillo y enternecedor en el momento de la penuria, un torrente de calidez que me arropó estas semanas y hoy me sigue acompañando, privilegio y belleza tal vez de una vida bendecida desde donde la mire.
La enfermedad asusta y enloquece. Hay gente que sencillamente se ofusca con el propio enfermo y se hace preguntas mal formuladas, sospechando y barruntando, pero desde la molestia, como si el padecimiento del ser querido o admirado enojara más que nada. Pero también hay legiones de seres que sólo formulan luminosos y conmovedores deseos de buena ventura y vaticinan recuperaciones prontas para esa persona a quien dicen necesitar. Lo que sí estalla, al menos dentro de mí, es la omnipotencia proverbial, esa mochila que supe llevar encima durante décadas, persuadido de que se puede todo siempre. No proviene de ahí una enfermedad, claro está; no padezco hoy mortificaciones puntuales que me permitan explicar racionalmente un percance fuerte como éste. Pero lo cierto es que enfermarse significa también una sanación posible, palabra que conocía, pero a la que yo no le daba mayor relieve.
He sido hasta hoy uno de esos que se han cuidado, siempre, con alegría y entusiasmante estoicismo. Pero no podemos vivir dentro de un escáner todo el tiempo; estás sano esta noche, pero podés estar enfermo mañana. También es cierto que si estás enfermo esta noche, mañana podés empezar a curarte. Salud y enfermedad, vida y muerte, ocupan un lugar demasiado central de muchas existencias como para suponer que pueden ser herramientas impunemente manipuladas, con cinismo moral y a voluntad del que así lo desee. No siempre la vida es amada, o al menos respetada. Modos existenciales pautados por el desprecio rutinario por la existencia, o –al menos– el maltrato deliberado del cuerpo, son comunes y habituales. No es lo mío. Descubrí en cambio una desconcertante osadía dentro de mí para hacerme cargo de mis padecimientos. El descubrimiento vino de la mano de mi nueva y conmovida admiración por los tiempos que vivimos: el escenario descomunal de la tecnología quirúrgica, diagnóstica y farmacológica suple, con creces, las amarguras derivadas de la mediocridad política y de la chatura social que me deprimen a diario. Cada vez que evoque lo que hicieron conmigo en el Sanatorio de los Arcos, y cómo estuvo firme mi prole a mi lado, todo lo otro perderá relieve. Esos seres que me cuidaron y se hicieron cargo de mi lastimadura expresan, en su escueta retórica y fastuosa destreza, los deslumbramientos de la condición humana que siempre me ilusionaron en la vida. También muestran una Argentina posible, eficaz, veloz, precisa, inteligente, turbulentamente amorosa. No me golpeo el pecho. No quiero, no puedo, no debo. Pero caerse permite levantarse.