Cuando el martes 10 de diciembre Mauricio Macri entregue la banda presidencial a Alberto Fernández, será la tercera vez desde 1983 que habrá un traspaso ordinario en un cambio de signo político en la Casa Rosada.
Antes, en 1999, Carlos Menem le pasaba la posta a Fernando de la Rúa; Cristina Kirchner (ausente con aviso) hacía lo propio con Mauricio Macri. Raúl Alfonsín no pudo llegar a cumplir sus seis años de mandato y tuvo que “resignar” su cargo en medio de la híper y luego de que su partido perdiera las elecciones.
Esta peculiaridad de la rotación en el poder en la recuperada democracia argentina no puede desvincularse de otra característica que tuvo su hilo conductor durante estos casi 36 años: la inestabilidad económica.
Aun en momentos en que parecieron aquietarse las aguas, el fantasma de la tormenta perfecta nunca abandonó el inconsciente colectivo. Los sucesivos intentos estabilizadores medianamente exitosos tuvieron un final más o menos anunciado.
A veces la bomba de tiempo de variables controladas les explotó en la mano, como el Plan Austral o el otoño macrista de 2018. Pero otra, la convertibilidad, incubó una crisis terminal que derribó al mismo gobierno que la heredó, aun cuando pudo sortear el efecto tequila en medio de la campaña electoral.
Justamente la civilizada sucesión de 1999 podría asimilarse a la actual: el gobierno electo no formuló precisiones sobre su plan dejando en claro que recibía el mandato popular de no abandonar el sistema diseñado en 1991 por Domingo Cavallo y que terminó condicionando su propia política económica.
Alberto Fernández no da muchas pistas sobre su programa de gobierno en la materia pero el equipo saliente va tomando medidas cada vez más parecidas a las que los actores económicos se imaginaban podría adoptar un peronismo triunfador en las urnas.
Entendidas por unos y otros como medidas de emergencia y por lo tanto solo vigentes hasta el 10 de diciembre, le han quitado al presidente electo la presión de tomarlas no bien asuma, en todo caso las aliviaría y cambiaría de eje la discusión. Un ejemplo, además del remanido supercepo, es el desarme de la bola de nieve de las Leliq, el título que emite el Banco Central para absorber liquidez y darle anclaje a su política monetaria. Desde aquella vaga promesa de Fernández de financiar un aumento en las jubilaciones con los intereses que el Estado pagaba por dichos títulos, están en la mira.
La dupla de bomberos Sandleris-Lacunza le hizo el favor de empezar a desarmar la bomba de tiempo, bajando la tasa de interés, y llegar a diciembre con plata en la calle.
No habrá lluvia de inversiones, pero sí de billetes. Algo que debería ser del gusto del massismo, que se cansó de pedir que se ponga más plata en el bolsillo de la gente para movilizar el consumo. Es claro que una decisión como esa no se podría tomar sin el visto bueno del propio Mauricio Macri.
Al mismo tiempo que la administración saliente va arriando sus banderas de 2015 (inflación controlada, libertad cambiaria y de precios, equilibrio fiscal, salto en la inversión y crecimiento económico), la entrante ve facilitada su tarea para su luna de miel.
Pero la envergadura de la crisis, y sobre todo las restricciones con las que se encontrará dentro de cinco semanas, la hará más corta que otras. El deseo de tratar de no atarse a promesas concretas podrá durar hasta que las circunstancias (acá o en Washington) obliguen a adoptar definiciones.
Una es la unción del interlocutor con el Fondo Monetario, que la espera para decidir si enviar o no el último tramo de US$ 5.400 millones del megapréstamo.
A medida que se acerque la fecha señalada, el indicador más acuciante del tablero de control será la pérdida de depósitos bancarios en dólares, uno de los que explicaron el drenaje de reservas desde el 12 de agosto.
El reloj ya está en marcha y corre inexorable. Esta vez, la economía no deparará demasiadas herramientas para poder satisfacer las expectativas de sus votantes. Pero sí quedarán la persuasión y la negociación en el marco de una estrategia global. Hacia allí vamos.