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Apuntes en viaje

‘Cannis abastensis’

Todavía no llegaron los osos: tres terranovas que andan por el barrio, con paso lento, babeando, inmensos en sus trajes negros. Al lado de ellos Morcilla parece un chiuaua.

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‘Cannis abastensis’. | marta toledo

Hacía tres meses que no veníamos a Abasto, el pueblito cerca de La Plata donde pasé los primeros seis meses de pandemia. Seis meses completos sin volver a Buenos Aires. Aquí estuvimos mis animales y yo; Gaby y sus animales. Los perros enseguida formaron manada: Morcilla al frente de todos, Pierri su lugarteniente, Niño de Verdad el perro curandero, Rojita la de la gran garra afilada (una de sus manos parece de comadreja de tan largas las uñas); Antonia y Berto, los más viejos, vigilando desde la atalaya. Berto murió esa primavera. Los gatos no hicieron migas. Un poco Corazón y Coco, el gran macho alfa, blanco, espléndido, al que Corazón lo sigue siempre un poco obnubilado. La Negrita, sola, echando rayos por sus ojos amarillos, y tirando zarpazos a los que se acerquen demasiado. De vez en cuando un aullido cortito, un hocico herido por su manotazo certero. La Ceniza, la vieja ermitaña que en mi casa no sale de su escondite, aquí pasea… si llueve toma agua de los charcos. Nos habíamos aquerenciado todos. Nos habíamos hallado, como dicen los correntinos.

El caso es que hacía un montón que no veníamos. Y, siempre, lo mejor de volver, es la fiesta que arman los perros cuando se encuentran: saltan, se cuerpean, se lamen, se ladran, corren rapidísimo hasta el fondo y vuelven corriendo, con esa manera de correr rápido de los perros, bajando un poco las ancas. La felicidad de esos perros es tan contagiosa.

Lai siempre se acordaba de una época en la que iba seguido al delta, con una novia de entonces que tenía casa allí. Él decía que nunca había visto perros más dichosos que los del Tigre. Se acordaba de la alegría con que recibían la lancha colectiva, cómo se metían corriendo al agua, saltaban como pescados, mordían la estela que abría la velocidad del motor. Debía ser una escena tan hermosa que, aunque habían pasado más de veinte años, sonreía cada vez que la contaba. Creo que la incluyó en alguno de sus cuentos. Había pedido que tiremos sus cenizas allí donde él y los perros habían sido felices. Así lo hicimos. Tal vez las noches de luna cuando todo está casi tan luminoso como durante el día, se pueda ver sobre las aguas del Carapachay un gigantón fumando y muchos perros a la vuelta, haciéndole fiesta.

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Anoche los perros solo se separaron para dormir y hoy arrancaron temprano. Cada tanto vuelven con la lengua afuera a tomar agua, agitados y mojados de rocío. No sé de dónde porque salieron varias veces, agarran la calle, van a provocar a lo de un vecino donde viven alrededor de veinte perritos. Todavía no llegaron los osos: tres terranovas que andan por el barrio, con paso lento, babeando, inmensos en sus trajes negros. Al lado de ellos Morcilla parece un chiuaua. Sin embargo cada vez que aparecen los ladra, los enfrenta desde su tamaño mínimo. Los terranova la miran indiferentes desde el fondo de su pelaje donde apenas se distinguen los ojos por el brillo.

Niño de Verdad está herido. No se sabe qué le pasó, llegó lastimado en uno de los cuartos traseros, cerca de la ingle. Le hicieron seis puntos. Él es el enfermero de todos: si Niño de Verdad está lamiendo a alguno de sus compañeros es porque algo tiene, una herida imperceptible que sólo él puede oler; una infección en el oído que aún no se declaró. Los cura con la paciencia de su pequeña lengua rosada. Pero claro, cuando algo le pasa a él, nadie puede sanarlo. Su don no lo puede usar consigo mismo. Decimos que su especie es el cannis abastensis: sus parientes se desparraman por todas las calles del pueblo. Lo que no sabemos es si también ellos tienen el don.