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Capitalizar el tiempo perdido

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Existe una percepción del tiempo que la persona atraviesa con su propia vivencia y otro, exterior, mensurable y que está marcado por hitos naturales o artificiales. La forma de vincularlos y la incidencia sobre la propia vida constituyó, desde siempre, un problema mayor para la filosofía. Muchos autores se dedicaron a reflexionar sobre el tema y especular sobre la existencia real o ideal del tiempo. En él también convergieron físico-matemáticos y filósofos, como sucede cuando el nivel de abstracción es intenso: San Agustín, Kant, Jung, Heidegger, pero también Leibniz, Newton, Einstein y hasta Stephen Hawking, que tituló a una de sus obras: Breve historia del tiempo: del Big Bang a los agujeros negros. No sabremos si podemos también anotar en esta corriente de pensamiento al actual ministro de Economía, cuando agobiado por un calendario que ahora parece marcar el ritmo de las negociaciones, dijo que la fecha de ayer era algo anecdótico y que había que observar un proceso en curso.

La sensación de haberse bajado del tren en marcha para atender mejor la dimensión interna de su devenir puede ser tolerada pero no tiene consenso en el microcosmos financiero internacional. Pero sí ofrece la posibilidad de enfocarse en los otros problemas que la economía argentina tiene y exigen respuestas inmediatas para un futuro que, más temprano que tarde, también llega. La inactividad obligada o inducida por la emergencia sanitaria socavó las precarias bases con las que contaba el escenario local. Una vez que la reapertura gradual se vaya generalizando, habrá empezado otra fase en la actividad económica para la cual la hoja de ruta se traza mucho antes. No es un circuito divorciado de la renegociación de la deuda. De hecho, el propio gobierno es el que tiene menos para perder ya que su propuesta inicial implicaba básicamente que empezaría a pagar y casi simbólicamente, el que lo suceda. Pero no es para nada indiferente en los planes de producción (y consecuentemente, de empleo) de empresas con crédito internacional. Un default haría peligrar el refinanciamiento de casi US$ 16 mil millones en obligaciones negociables, habrían retardar y hasta perder en la competencia interna frente a otras filiales por proyectos de inversión y encarecería el poco crédito del que hoy disponen los exportadores locales. Además, las provincias que encontraron en la abundancia de crédito externo un camino para evitar un ajuste en sus propios gastos corrientes, tendrían dificultades para reestructurar sus propios pasivos.

En una economía descapitalizada luego de medio siglo de estancamiento económico, aumentar sustancialmente la inversión debería ser prioridad número uno. Orlando Ferreres, cuya obra Dos siglos de economía argentina contiene una cuidadosa recopilación de estadísticas vinculadas con la producción y las finanzas públicas, advierte que en la tasa de inversión (medida como bruta fija como un porcentaje del PBI) pasó del 30% en la era de mayor crecimiento al 16% promedio para el período de 1930 a la fecha. Incluso, en la última década perforó ese piso con lo cual ni siquiera se pudo reponer el capital depreciado. En este mismo lapso en que la Argentina escondía su estancamiento, los países que más crecían lo hacían sobre la base de altísimas ratios de inversión: las tasas chicas de la década pasada se asentaban en una monumental capitalización de más del 40% del producto.

El otro requisito para pegar el salto cualitativo que requiere poner a la Argentina de pie es el de canalizar el ahorro hacia la inversión. Un objetivo mayúsculo cuando se carece de moneda y la elección particular de los ahorristas minoristas es el dólar, bien guardado en las cajas de seguridad o el colchón. El voluntarismo se topa acá con un límite mucho más rígido que los plazos para los bonistas. El proceso de inversión, además de financiamiento requiere de un horizonte de negocios que le de cierta previsibilidad (jurídica, impositiva y hasta de validación política), una estructura de costos amigable y una legitimación de su objetivo, que no es ni más ni menos que obtener ganancias.

Esperar de un gobierno que desconfía de la capacidad altruista del empresariado y que dice tener un mandato popular por mejorar la distribución del ingreso, que produzca los cambios copernicanos compatibles con duplicar la tasa de inversión es utópico. Salvo por el detalle que es la forma de aumentar el empleo productivo en el largo plazo. Hacer sostenible un cambio de modelo que hasta ahora produjo pobreza, inflación y endeudamiento.