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Carambola

Le doy a la bocha de manera seca, rápida y fuerte. Manejo el taco con mis brazos y con mirada alerta. Pego y miro qué pasa. No me interesa sólo que la bocha reciba el impacto de la cabeza de mi taco.

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Le doy a la bocha de manera seca, rápida y fuerte. Manejo el taco con mis brazos y con mirada alerta. Pego y miro qué pasa. No me interesa sólo que la bocha reciba el impacto de la cabeza de mi taco. No, lo que quiero es que, al pegarle, la bocha rebote en una de las bandas de la mesa para que, accionada por ese movimiento, reaccione y vaya para otro costado. O que al golpear a esa bocha detenida, el movimiento genere una acción en dirección contraria. Busco la carambola, pego para un lado, pero el objeto impactado va para otro.
Eso es la carambola. Un movimiento aparente: la bola “parece” ir a un lado, pero va para el otro. Según el Diccionario de la Academia, se usa también para un lance de caza que consiste en matar dos piezas de un solo disparo, es una casualidad favorable, el doble resultado que se alcanza mediante una sola acción o un enredo, embuste o trampa para alucinar y burlar a alguien.
Los argentinos adoramos la carambola. Jugamos a ella y con ella. Todo el tiempo, darle a la carambola es una pasión nacional, un necio y estéril divertimento argentino. Ejemplos sobran.
La categoría con menor salario de los trabajadores del subte estipula que Metrovías debe pagarles $ 4.200 por mes. Un conductor de subte gana $ 6.200 mensuales. Trabajan seis horas por día. Son 3.058 trabajadores bajo ese convenio colectivo, a los que se suman 362 supervisores con otro esquema y mejor salario. Sin embargo, esta semana paralizaron a la Ciudad el martes en el estratégico horario de seis a nueve de la mañana.


No quieren aumento de sueldo ahora. Tampoco trabajar menos de seis horas por día. Quieren tener su propio sindicato, separado de la tradicional UTA. Hicieron carambola. Le pegan a la gente, para tener otro sindicato. No dañan demasiado al Grupo Roggio, dueño de Metrovías. Tampoco al Gobierno. El daño es contra empleados, trabajadores, estudiantes, aquellos seres humanos que van muy temprano a trabajar, al colegio o a la universidad, y a quienes no les importa nada si la UTA es clasista, o si los huelguistas finalmente se sienten verdaderamente felices con su sindicato propio.
Dicen: transformamos la vida de la gente en un infierno y de ese modo, aunque sea para apaciguarnos, conseguiremos que nos legalicen nuestro sindicato propio. Carambola.
Lo de Gualeguaychú es un caso de libro de texto. Los activistas entrerrianos mantienen cortada la frontera internacional argentino-uruguaya hace dos años y diez meses. Es un corte ilegal que daña a todo el mundo. Los únicos no perjudicados son los dueños de la empresa finlandesa Botnia, cuya planta productora de pasta de celulosa trabaja al 100% desde su inauguración, a fines de 2007.
Piensan los piqueteros “ambientalistas”: le pegamos a la gente, y al pegarle a la gente, preparamos las condiciones para que Botnia se vaya o Uruguay resuelva demolerla, aunque, con US$ 1.200 millones, es la inversión extranjera directa más importante de toda la historia oriental. Carambola, de nuevo, no es a vos a quien le pego, sino al otro, pero por ahora “bancame” este daño, porque mis objetivos son otros.
La entera agenda argentina está repleta de carambolas. Militantes sindicales cortan una autopista vital para que la empresa y el Gobierno acepten reincorporar personal despedido y en muchos casos indemnizado. Piden disculpas, es cierto, por sus estropicios carambolescos, pero enseguida racionalizan sus acciones, admiten que su lucha afecta a inocentes, pero repiten que es la única manera de ser “visibles” o ser escuchados.
Estudiantes de izquierda se apoderan de la estratégica esquina de Corrientes y Callao en protesta por el golpe en Honduras o para que los delegados de la comisión interna despedidos por Kraft Foods puedan reingresar a la fábrica. Pero en su despliegue militante, le envenenan sus cotidianas existencias a millares de personas que van y vienen en sus únicas vidas, cumpliendo horarios, afrontando necesidades, intentando llegar a fin de mes.

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Doce de los 2.200 alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires no regresan a clase después de un homenaje a los estudiantes desaparecidos en 1976 durante la tenebrosa “noche de los lápices”. Lo que hacen es “ratearse” y el Colegio los amonesta. Se indignan y protestan. ¿Cómo no les dan todo el día libre a estas pobres criaturas que nacieron veinte años después de ese crimen?
Resueltos a combatir la “injusticia”, toman el histórico solar de Bolívar 262. Los doce sancionados provocan que dos millares de alumnos, cuya educación paga el pueblo, se queden una semana sin clase. Carambola obvia; aterrorizados por los efectos de la “toma”, las autoridades del Colegio, de conocida debilidad ante la perspectiva de ser acusadas de “represivas”, levantarían las sanciones y nada habría pasado.
La carambola infernal es el método predilecto con que hoy se procesa la cotidianidad argentina. Es hija directa (menos violenta, hay que admitir) de los delirios mesiánicos de hace 35/40 años, cuando corría sangre inocente, derramada como precio alto, pero inexorable, alegaban para avanzar la causa popular.
El problema de la carambola (lo asesinamos a Rucci para que El Viejo sepa a qué atenerse, balbuceaban los Montoneros) no sólo es su condición canallesca, delictiva e inmoral. Es, además, una visión y una práctica de pasmosa inutilidad. Crea problemas donde no los hay, daña, atormenta, enoja, afrenta. Pero, además, y mucho más enorme, no sirve para nada, no es seria, es una operatoria de un cretinismo pasmoso.
La carambola simboliza un inquietante grado de tontería masiva. Es la manifestación moderna más evidente de que la Argentina santifica la noción de que los “daños colaterales” son aceptables, enaltecidos en aras de un objetivo superior.
Doctrina esencialmente cínica y antidemocrática, exalta sin pudor la supremacía de los fines, y admite los medios más tortuosos e ilegítimos para llevarlos a cabo. Es una noción de abrumadora indigencia civil. Como dicen en Montevideo, siguen equivocando el camino, le siguen dando a la herradura y no al clavo.