“Cuando el tiempo sólo sea rapidez, instantaneidad y simultaneidad, mientras que lo temporal, entendido como acontecer histórico haya desaparecido de la existencia (…) entonces volverán a atravesar ese aquelarre, como fantasmas, las preguntas: ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿después qué?”
Martin Heidegger (1889-1976);de ‘Introducción a la metafísica’Universidad de Friburgo, 1936.
Se parecía a Belmondo; nariz achatada, arrugas, mirada melancólica, frente ancha, una voz aguda que desmentía el rostro de adulto y se acomodaba mejor al cuerpito huesudo, piernas como mimbres, alpargatas sin medias. Tenía 10 años, o menos; como yo. Carantigua, lo llamaban todos. Era el líder del duro rival contra quienes –de visitante, en un campito cercano a los Siete Puentes, en Avellaneda–, decidimos estrenar nuestra flamante pelota de cuero mis amigos de Piñeyro, mi barrio natal, y yo.
La habíamos ganado después de completar el interminable álbum de figuritas –ese exotismo que duraba un año entero porque en esos tiempos los equipos se recitaban como poemas y nadie se iba los seis meses– gastar fortunas en comprar paquetitos, canjear pilas de repetidas por alguna difícil –las que nunca salían y nos obsesionaban– y pagar por la inconseguible: Degl’Innocenti, un defensor de Lanús.
Carantigua –apodo menos cruel que literario– jugaba bárbaro; trababa como una fiera y en cada pelota dividida te dejaba su marca en el tobillo. Sufría –lo supe años más tarde, para mí entonces sólo era un chico raro con cara de viejo– el síndrome de Hutchinson-Gilford, que provoca envejecimiento precoz. Costó, pero les ganamos, un grave error. Fue un partido sin tempo, jugado con los dientes apretados, que se definió por un gol, 12 a 11, o algo así. Al final, era obvio, hubo piñas, volaron piedras, palos, y ellos se quedaron con nuestra número 5 “como las de verdad”, a la habíamos untado con grasa en la noche previa. Eramos pibitos. Corríamos detrás de ella como moscas; nada sabíamos de la ley, y del offside. A nadie se le hubiese ocurrido televisarnos. Ni llamar a ese picado infernal “una definición apasionante”. Mmm… Mal hecho.
Los amantes de estos torneos cortos, aleatorios, espasmódicos, histéricos, que multiplican geométricamente campeones fugaces, olvidables, dependientes del fixture y del adecuado reparto de rivales de local y visitante, esgrimen un argumento falaz: son, dicen, “apasionantes”. Bullshit. Aquel feroz desafío contra los de Carantigua –puedo jurarlo sobre los Santos Evangelios como los funcionarios, total...– lograría más rating que muchos soporíferos partidos que toleramos cada semana. Y eso que no teníamos a ningún enano genial como Claudio Ñancufil, ‘El Messi de la nieves’, esa persistencia argentina por la repetición, el realismo mágico. Ojalá le vaya bien al chico; que crezca –en todo sentido, que crezca–, y que logre ser él mismo; no una sombra, una mala copia.
Estos torneítos de 19 fechas, salvo honrosas excepciones, producen equipos que alcanzan sus 15 minutos de fama –esos de los que hablaba Andy Warhol– y adiós. Sus mejores futbolistas se entregan a la diáspora, huyen, firman en ligas inverosímiles con tal de cobrar en divisa. ¿Qué nos queda? Una mezcla de púberes sin experiencia exhibidos como prostitutas de la zona roja de Amsterdam, y veteranos con los bolsillos llenos y las piernas como árboles secos. No todos son Verón, por cierto.
El resultado es parejo, pero patético. No hay más que verlos jugar. Dan pena. Este torneo fue, por lejos, de los peores que recuerdo. Terminar primero no es lo mismo que ser un campeón. Sumar más, en este caso será, borgeanamente, “un abuso de la estadística”. Pero, con o sin desempate, habrá coronación –ése éxtasis infantil de ronditas, saltos, papel picado, barrenado sobre el césped hacia la copa– y todo durará una tapa, o dos. A otra cosa. Antes, habrá pompa y se hablará de “gloria”. Los medios solemos llamar de cualquier manera, a cualquiera cosa. Mea culpa.
A ver, ¿qué hacen Vélez y Lanús, peleando el título con San Lorenzo y Newell’s, candidatos excluyentes hasta ayer nomás? ¿Cómo lo hicieron, si antes habían optado por la zanahoria de la Copa Sudamericana –el principio del fin para Independiente–, por sobre el decadente torneo local?
Hay una lógica. Podríamos recostar a Newell’s en el diván e interpretar el efecto devastador que significó perder contra Central: después del clásico y con el título servido en bandeja, sumó apenas 4 puntos sobre 21. Un mazazo anímico que, creo, influyó más que los agotadores 52 partidos jugados en el año. Lo de Vélez es más lineal. Apostaron a la Copa y sucedió lo impensado: los eliminó el Ponte Preta. Mientras los diarios ya daban por ido a Gareca, el equipo se ordenó y pasó del fondo del mar –13 puntos en 11 fechas– a un notable rush final: sumó 17 en 7. Y ahí está: si gana, da la vuelta. Lanús, pese a su irregularidad, puede hacer doblete: Copa Sudamericana más torneo local, lo que consagraría a Guillermo –astuto, efectivo, fiel a una estética–, como un entrenador ya maduro.
¿San Lorenzo? Pizzi intenta que sus equipos jueguen bien, pero suele ser resistido por su escaso histrionismo; algo esencial para un circo, que eso y no otra cosa es este fútbol. Ordenó a un equipo al que no le sobraba nada y propuso un juego ofensivo de la mano de Piatti, su carta ganadora. Sin embargo, parece que les sienta mejor correr de atrás, ser la sorpresa, un Sísifo que carga y carga su roca hacia la cima y la deja allí, en el último intento. Ser favorito los inhibe. Así se les escapó la Copa Argentina; y lo mismo pasó contra Estudiantes, en un estadio lleno, eufórico, listo para la fiesta.
¿Quién será campeón? Cualquiera. El menos malo, tal vez: o el que tenga más de suerte. Y será un flash, un brillo fugaz. Para el olvido, como bien decía Borges que escribimos nosotros, los periodistas