“Otro equívoco es que, en el fondo, la persona que hay que corregir se presenta en ese carácter en la medida en que fracasaron todas las técnicas, todos los procedimientos, todas las inversiones conocidas y familiares de domesticación mediante los cuales se pudo intentar corregirla. Lo que define al individuo a corregir, por lo tanto, es que es incorregible.”
Michel Foucault (1927-1989); de “Los anormales”: “El individuo a corregir”, su curso en el College de France (22 de enero de 1975).
Potencia, velocidad, freno, amague, zigzag, peligro de choque, choque. El joven Centurión maneja su BMW blanco como juega. Zafó de varias y cerró su agitada madrugada de domingo con una carambola que impactó a tres autos en el cruce de Alsina y la subida al puente Agüero, que todos conocen como “el de los siete puentes”, en Avellaneda. Zona de barrios bravos. Allí mismo, abajo, en un potrero con arcos de madera, hace años me las tuve que ver con Carantigua.
Era el capitán de los otros. Tenía 10 años como yo, pero la cara de un hombre grande: arrugas, pelo corto y escaso, zapatillas sin medias, ojos enormes, la mirada de quien ha visto demasiado y una voz chillona que le quedaba mejor a ese cuerpito puro hueso. No recuerdo quién se había encargado de arreglar el desafío, pero mis amigos de la cuadra y yo nos animamos a viajar desde Piñeyro con nuestra flamante pelota de cuero. La habíamos ganado por haber llenado el álbum de las figuritas Campeón gracias a la nunca confesada compra de las dos más difíciles: Degli’Innocenti y Prospitti.
Carantigua, lo supe con los años, sufría del síndrome de Hutchinson-Gilford, que provoca un envejecimiento precoz. Pero para mí, aquella tarde, era sólo un pibe raro que la pedía siempre, le pegaba con un fierro y te daba de puntín en los tobillos si la recibías de espalda. El partido fue parejo, a cara de perro. Costó pero al final ganamos, 12 a 11 o algo así. Una imprudencia; y más de visitantes, en amplia minoría.
Ni tiempo de festejar tuvimos. Al final hubo piñas, nos corrieron y, claro, se llevaron la pelota. El regreso fue difícil. Sentíamos una rara mezcla de orgullo por la victoria, dolor –gracias a mi boca llagada por dentro supe para qué los boxeadores usaban protectores bucales– y humillación. Por suerte existían Perfumo y el Equipo de José: ellos me protegían de todos los males de este mundo.
Ricardo Centurión, como Carantigua, tiene la mirada triste y desafiante de los que se comen la vida a dentelladas. Apenas 23 años, cuerpo fibroso, tatuajes, un lunar en el costado izquierdo del bigote, el pelo rapado a los costados. Ya en las inferiores de Racing llamaba la atención por lo que hacía en la cancha. También afuera.
Luis Zubeldía se animó y lo citó para entrenar con la Primera. Debutó en 2012, a los 19, y asombró a propios y extraños. En horas, las redes viralizaron una foto suya posando con una pistola. Y su amigo Brian Risso Patrón, joyita de su misma camada, preso y condenado por un homicidio en Quilmes Oeste, le escribió desde su celda del penal de Florencio Varela: “Lo conozco desde muy chico y sé dónde vive. Es jodido ahí. Tiene que olvidarse de los amigos de la fama. Irse. Yo me la creí y mi entorno me hundió. El es un crack, ojalá pueda zafar”.
El club brindó con champagne cuando, en enero de 2013, el Anzhi ruso ofertó 7.500.000 euros cash por su ficha. Pero la operación se cayó cuando los médicos le descubrieron un quiste en el tobillo derecho. Lo operaron y volvió. Meses más tarde se lo llevó el Genoa. Le fue mal. No jugaba ni pagaban el préstamo. Parecía más sereno cuando regresó. “Europa me cambió, ya no vivo a mil”, dijo.
Nunca había sido campeón –ni en inferiores ni en su club de Villa Corina, en Dominico–, cuando metió el gol que le dio un título a Racing después de 35 años. Al mes, el San Pablo lo pagó cuatro millones de euros. Antes de irse, cinco delincuentes armados lo sorprendieron mientras paseaba por Avellaneda con su novia y su suegra y le robaron todo, hasta su Alfa Romeo. La dura lex de las pandillas.
Nunca se sintió bien en Brasil. Y viceversa. A los tres meses tuvo su primer conflicto luego de perder con San Lorenzo, por la Libertadores. El club le dio permiso para quedarse un día más en Buenos Aires pero salió a bailar, volvió al amanecer, se quedó dormido y perdió el avión. Reto y multa. En la copa 2015 contra el Toluca lo echaron por escupir a un rival. Otra multa. Centurión se quejaba: “Vivo en una burbuja: de casa al entrenamiento. No estoy bien acá”. Entonces, llegó Boca.
Debut. Choque, huida, tres amigos y dos chicas bajaban del BMW sin saber qué decir, los medios repetían mil imágenes suyas en boliches, meta cumbia, mujeres, alcohol, cosas así. Pero el video que todos creían que era el de la noche del accidente resultó ser viejo. “Es de hace 15 días, en Recoleta”, aclaró Ariel Pucheta, ex de Ráfaga, que en el show trataba de cantar junto a un muy deteriorado Centurión. Cada vez peor.
Jorge Sampaoli miró para otro lado cuando Arturo Vidal destrozó su Ferrari en plena Copa América de Chile, manejando ebrio. Hasta la presidenta Bachelet lo llamó para que zafara. La orden era ganar sí o sí. Centurión, como Vidal, jugará. Los Barros Schelotto se lo querían comer crudo, pero si logra mantener el nivel será titular. “No soy yo quien debe decidir, para eso está la Justicia. Pero Centurión sabe muy bien que no puede volver a equivocarse”, le advirtió Guillermo a tres bandas.
El lunes fue a la comisaría con su abogado, se hizo responsable de todo y lo procesaron por lesiones culposas. El miércoles pidió disculpas en Boca y el jueves escribió en Twitter: “Hermoso día. A entrenar, que es lo único que importa. Sigan hablando”. Junto al texto, una panorámica de Puerto Madero sacada desde muy, muy alto, en su departamento de lujo.
Centurión nos habla desde el afuera, siempre. Desafiante, como el marginal sin destino que todavía se siente, busca refugio en el barrio de los más ricos, en cruenta guerra con su propia historia.