“Lo que mantiene a la vida como una aventura romántica y llena de ardorosas posibilidades es la existencia de estas grandes limitaciones que nos obligan a enfrentar cosas que no nos gustan, o que no esperamos”.
G.K. Chesterton (1874-1936); de su ensayo “La aventura de lo inesperado” (1906).
¿Cuál es la medida del dolor? ¿Dios? Tal vez. Al menos eso decía Lennon en el primer álbum solista que grabó en 1970, después de la separación de los Beatles. La canción se llama así, precisamente: Dios. “God is a concept by which we measure our pain” –Dios es un concepto por el cual medimos nuestro dolor–, repite, dos veces, antes de cantar.
Los griegos, gente aguda y bien pensante, tenían el exilio como su pena máxima, por encima de la muerte. Para ellos no había mayor castigo que el desarraigo, el perder todo lo que uno siente como propio, constitutivo, sin dioses ni consuelo. Una idea algo exótica que recién comprendí cuando estuve ahí, solo y lejos, mirando el paisaje urbano con la cordial indiferencia de un turista perpetuo. Hay que ser, o más que eso, hay que sentirse extranjero para comprender esa clase de melancolía. Algunos se enamoran de su nuevo lugar en el mundo y permanecen; otros se refugian en el improbable olvido, los que pueden, vuelven. Nietzsche creía furiosamente en el eterno retorno, la misma vida una y mil veces vivida. Quién sabe.
Tevez vivió seis largos años en Manchester, una ciudad pequeña y so british, donde, voraz como el deseo, fue rey en sus dos clubes. Allí hizo célebre su frase en un inglés pronunciado a martillazos. “Is very difficult, je…”, dijo y todos sonrieron con ternura perdonavidas. A nadie se le ocurrió pensar en lo difícil que, para él, podía ser esa hermética vida con mansiones e imponentes autos. Nadie imagina ni por un segundo lejos de la felicidad a quien gana en un mes lo que otros en veinte años. Deberían.
Ya en Turín –la Italia altiva y próspera que Maradona odió y les enseñó a odiar sin culpa a los terroni napolitanos–, blindado por su familia, Tevez sedujo a todos con su nuevo cocoliche mientras cumplía con su rito: levantar copas como quien respira agitado, en busca de oxígeno. ¿Qué más le puede pedir de la vida alguien así? Pues un lugar propio. El viejo amor, antes de tanta vuelta y tanto oro. Lo suyo.
Por eso Boca, a los 31. Cuando bien podría apoltronarse sobre sus millones y seguir allá, como otros. ¿Es lo suyo una amable concesión, un capricho de nuevo rico? No lo creo. Vuelve, o quiere volver, porque lo necesita. Para darse el lujo que tanto lujo jamás podría darle. El gran final.
Guillermo Vilas se retiró del tenis con cuentagotas, jugando torneos chicos, perdiendo con novatos. ¿Por qué alguien que llegó a lo más alto decidió irse así? Porque el tenis era su vida y jugar, lo más parecido a la felicidad. Así de simple. El Beto Alonso prefirió el camino del bronce y congeló su imagen a los 33, con la Libertadores y la Intercontinental en alto. Un adiós perfecto, o no tanto. Años viéndolo en las revistas, palos de golf, sonrisa, tiempo libre, cierto vacío interior; la incómoda felicidad de las estatuas. Mejor la vida, aun con riesgos.
No conozco en detalle la vida de Angelici –a quien llamo casi sin maldad Daniel Bingo–, pero sé que es abogado, ex radical, hombre del PRO y un exitoso empresario del juego. Llegó a presidente de Boca luego de hacerse famoso por un audaz gesto de racionalidad frente al desborde pasional: siendo tesorero de Ameal, renunció para no avalar el millonario contrato de cuatro años con Riquelme, prócer del club y enemigo histórico de Mauricio M., su jefe político.
“Altri tempi”. Porque ya en el poder y sediento de títulos, Angelici no paró de abrir el monedero. Despidió al rústico Falcioni –con quien ganó la Copa Argentina, modesto logro que por ahora es su único tesoro– y aceptó dormir con el enemigo para calmar a las fieras. Bianchi técnico y el Enganche Melancólico con la 10, manejando el equipo, el vestuario y todo lo demás. El camino más corto para alcanzar la cima. No podía fallar… pero falló. Fue un desastre.
Arruabarrena llegó de apuro para apagar el incendio y, ¡ops!, lo logró. ¿Entonces? Metralla de chequera, lluvia de estrellas. Daniel Osvaldo, el Johnny Depp de Cinecittà; Lodeiro, nuevo 10, Gago como actor invitado. Un plantel con tres jugadores por puesto que arrancó como para comerse a los chicos crudos y se diluyó entre cambios, dudas, limitaciones propias y la noche del gas pimienta, estrafalario intento de golpe o infinita torpeza del Panadero y su bandita; tipos que, cuentapropistas o alquilados, viven el fútbol como una guerra entre idiotas.
Ahora, Tevez. La última bola de la noche para salir de perdedor, retener el sillón y agitar la bandera de Defensores de Macri. Contrato milyunanochesco por dos años, millones para Carlitos y la Juve, el club de los Agnelli, Fiat y Ferrari, gente que circula por la vida sin la costumbre de perder ni un centavo. Costará. Sangre, sudor, lágrimas y una montaña en divisa fuerte. Ay. Extraña paradoja en el camino hacia la gloria, esa chica tan esquiva con algunos y tan fácil para otros.
¿La Copa América? Uy, cierto: ¡la Copa América! Brasil sin alma ni Neymar, Chile como cable pelado; Argentina, un boxeador talentoso con mano letal y un cuello demasiado delgado. Como Tommy Hearns, oh no, puede caer si le pellizcan el mentón. Ojo con eso, Tatita.
De todos modos, como en los Mundiales y los torneos internacionales, la cosa empezará en serio recién en los cruces a todo o nada.
Por ahora, más que esta copa gatopardista, me interesa la marea de mugre que, por fin, sale a la luz a partir del Fifagate. Aguas turbias que bajan de la Conmebol, la AFA, sobornos, coimas, ciertos árbitros con ley de ventaja para gastar más de lo que ganan, esas cosas.
Hay que estar atentos. En ambos asuntos, estén seguros, lo más interesante está por venir.