Entro al aula y comienzo a hablar al ritmo de ametralladora que me caracteriza. Los alumnos ya no toman nota (saben que recibirán más tarde, por correo electrónico, los borradores de lo dicho). En la mitad de la clase, comienzan a entrar los representantes de las agrupaciones políticas: la vicepresidencia, la presidencia, la comisión de fiestas, las “chicas de Los Necios” (¿no sería mejor, les pregunto, que se autodenominaran “La Necias”?), los candidatos a.
Invitan a los alumnos a participar de una asamblea, de un corte de ruta, de una toma de poder, de unas jornadas de reflexión, de un debate sobre recursos naturales, de la resistencia a la hegemonía kirchnerista, de una protesta contra el exterminio de las aves migratorias en Nueva Zelanda, de una revolución en marcha. Solicitan adhesión en favor de los obreros de Grecia, las víctimas del terremoto y la represión en Chile, las mujeres esclavizadas de Fort, los asambleístas de Gualeguaychú, el sindicalismo independiente de Kurdistán.
Sensible, la izquierda (miles, millones de agrupaciones en constante ebullición que se presentan en sucesión nunca inferior a tres) editorializa sobre todo lo que sucede en el mundo. Y convoca a actuar en consecuencia.
Cuando se retiran, evaluamos junto con los alumnos (con quienes hemos estado conversando sobre el capitalismo, la dialéctica, la imaginación del desastre y la guerra civil en curso) las invitaciones y exhortaciones recibidas.
Como no suelen presentarse cuando piden la palabra, antes de otorgársela les pregunto quiénes son, no sea cosa que se cuele algún mendigo o algún pastor protestante. Una cosa es la política de izquierda y otra cosa es la mendicidad o el delirio místico.