Quién va a pagar los platos rotos del papelón más grande de la era K? El matrimonio presidencial está mirando con disgusto al canciller Héctor Timerman. En la intimidad dicen que ya le sacaron tarjeta amarilla. Es que el “sherpa” de Cristina los condujo demasiado cerca del precipicio en lo que fue imaginado como el asalto final contra el Grupo Clarín para domesticar a todo el periodismo. Ya se sabe que los Kirchner son rápidos para encontrar culpables de sus propios errores. Se enorgullecen de ser infalibles y jamás reconocieron ni una mínima equivocación. Por eso la irracionalidad de la pelea contra el campo por la 125 se la facturaron a Martín Lousteau y a Alberto Fernández, también responsabilizado por las relaciones carnales con Clarín en su momento. La paliza electoral del 28 de junio se la atribuyeron al ataque destituyente de la concentración mediática. Y ahora, por el fracaso en el operativo Papel Prensa, se rifa el lugar de chivo expiatorio y Timerman tiene todo el talonario.
Fue él quien los embaló en esta batalla y se presentó como “graiverólogo”. Pero los testimonios y evidencias obligaron al Gobierno a clavar los frenos el mismo día del promocionado anuncio y, de allí en más, la marcha atrás fue incesante y patética. Lo que había sido presentado como “un delito de lesa humanidad para apropiarse de Papel Prensa mediante la mesa de torturas mientras Lidia Papaleo estaba secuestrada” se convirtió en “la viuda del ex dueño de Papel Prensa declaró ante la Justicia de La Plata sobre la venta de la firma”, según consignó la agencia Télam el jueves 26 a las 20.13. Quedaron tan expuestas las debilidades documentales y fue tan evidente la improvisación que de la expropiación de la empresa y el encarcelamiento de Héctor Magnetto y Bartolomé Mitre se pasó a enviar el tema a la Justicia y un proyecto de ley al Congreso para declarar de “interés público” la fabricación de papel. El cambio de planes fue tan indisimulable que ese proyecto se demoró hasta ayer. Carlos Zannini no lo tenía redactado porque no pensaban tomar el camino del Parlamento, que por suerte tomaron. El informe presentado por Guillermo Moreno y Beatriz Paglieri estaba tan flojo de papeles que asustó a la propia Cristina, que es audaz y está dispuesta a bancarse todo pero no come vidrio. Eso era previsible si pensamos cuál ha sido la tarea principal de estos dos funcionarios en los últimos tiempos en el Indec. Pero Héctor Timerman fue el encargado de acercar los testimonios de Lidia Papaleo y Rafael Ianover. Dijo que a Lidia le habían arrancado las acciones de Papel Prensa en la mesa de torturas, cosa que la protagonista no confirmó ni en su carta a Guillermo Moreno ni en su declaración del jueves ante la Justicia. Los testimonios de Ricardo Gil Lavedra, juez que tuvo en sus manos el caso Graiver, o del fiscal de entonces, Julio Strassera, fueron contundentes en señalar que Lidia Papaleo jamás mencionó nada de lo que el Gobierno actual dice que ocurrió. Las palabras ante la Justicia de Gustavo Caraballo, compañero de cautiverio de Lidia y ex abogado de Gelbard, o las de Isidoro Graiver y de María Sol, hermano e hija de David, aseguran que es falso vincular la cesión de las acciones a la tortura.
A esta altura no se entiende cómo los K “compraron” una operación tan poco creíble. En palacio y con ruego de off the record hay varios intentos de explicarlo. El primero tiene que ver con la recurrente costumbre kirchnerista de boicotearse apenas empiezan a subir los escalones de las encuestas. Y en esto hay que sumar los bloqueos de Moyano a Techint y el atropello irreflexivo a Fibertel, entre otros mensajes negativos para la clase media que hasta media hora antes pretendían seducir. Que Aníbal Fernández y Cristiano Rattazzi se hayan tirado con felpudos por la cabeza demuestra el hartazgo de la mayoría de los empresarios frente a la extorsión permanente del Gobierno, pese a que están ganando mucho dinero, como bien dijo el jefe de Gabinete, y a que Rattazzi fue un niño mimado de Cristina.
Dilapidaron tanta credibilidad que merodearon el suicidio político. Dejaron colgados del pincel a cientos de militantes y paraperiodistas que se habían preparado para el asalto al cuartel Moncada y terminaron empantanados en sus propias idas y vueltas. La economía a toda marcha y la oposición atomizada les dejaba libre la avenida a 2011. Sólo debían mantener derecho el volante y respetar los semáforos. Es como si la altura los mareara. O acaso los encegueció el ánimo de venganza tras ver a Héctor Magnetto rodeado de empresarios y su cena con los principales peronistas disidentes.
Habría otra explicación más sofisticada, porque tiene que ver con la forma en que los Kirchner entienden la comunicación. Se podría denominar “síndrome Diego Gvirtz”. Un video editado con mala leche por acá. Un par de “opinators” que sobrevendan el material por allá. Y un aire de compinchismo transgresor y canchero alcanza para que “la gente” compre cualquier cosa. Esa subestimación ancestral del ciudadano que según ellos se deja lavar el cerebro por las corporaciones mediáticas les hace creer que se puede hacer lo mismo con signo contrario. Los kirchneristas recién llegados a la política muestran un primitivismo intelectual y el bastardeo de la nobleza que toda militancia debe tener. Por eso se abrieron algunas grietas entre la propia tropa. Los más experimentados, forjados en la fragua de los 70, creen que esta costosa frivolidad televisiva no construye nada sólido.
Lo grave es que, una vez más, en la puesta en escena del 24 de agosto usaron como escudo a los derechos humanos. Pretendieron instalar el concepto de delitos de lesa humanidad. Después recularon y mancharon otra vez un tema tan sagrado. Cayeron en la trampa que ellos mismos construyeron. Ahora sólo les queda redoblar infinitamente la apuesta, como acostumbra Kirchner, hasta encontrarse con un voto no positivo, o bajar el tono de las denuncias, como han hecho con el sensible tema de los hijos de Ernestina Herrera de Noble. Tal vez elijan frenar el hostigamiento, concentrarse en la gestión y, cuando baje un poco el polvo de la explosión, tirar por la borda el lastre que les generó tantos problemas en la navegación.