COLUMNISTAS

Cholulos y cholulas

Dijo en una oportunidad que a ella le gustaba Alemania como “modelo” al que la Argentina debería parecerse. La solidez y seriedad que advertía en esa vieja nación europea la maravillaban y ese paradigma era al que aspiraba como arquetipo para la tumultuosa y extraña Argentina.

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Dijo en una oportunidad que a ella le gustaba Alemania como “modelo” al que la Argentina debería parecerse. La solidez y seriedad que advertía en esa vieja nación europea la maravillaban y ese paradigma era al que aspiraba como arquetipo para la tumultuosa y extraña Argentina.
En aquella gira presidencial por Europa, Cristina exhibió una admiración encomiable porque la maravillaba ver en Alemania el perfil de país confiable y previsible, resiliente y sólido, eso mismo que la Argentina sigue sin ser. ¿Hablaba en serio y confesaba, de ese modo, una sincera admiración por todo lo que su propio país no es y que su propio gobierno tampoco se propone ser?
El 23 de mayo Alemania celebró con entusiasmo y legítimo orgullo los 60 años de su Constitución democrática, la Grundgesetz, ley básica fundamental sancionada cuatro años después de la derrota del nazismo. Primera rareza: un pueblo que celebra festivamente una Constitución es un fenómeno, cuando menos, poco habitual. Pero, además, ésa no es cualquier Constitución. Sancionada en 1949 por el Senado de la Alemania Occidental, que terminó integrando a la fenecida Alemania “democrática” del Este en 1990, estipula de manera explícita que el Parlamento nunca jamás podría derogar derechos fundamentales del pueblo.


Justificadamente estigmatizada desde mediados del siglo XX por ser el país desde el cual se lanzó a la conquista y destrucción de Europa la máquina homicida del nacionalsocialismo, Alemania se reinventó a sí misma, pese a que, aún hoy, hay que hacer esfuerzos disciplinados para no sospechar si, en ciertas ocasiones, no subyacen en su sociedad actual impulsos como los que modelaron a comienzos del novecientos el infierno que instaló la tiranía de Hitler desde 1933.
“No somos culpables de lo que hicieron nuestros abuelos”, me dijo en alguna oportunidad una bella berlinesa, antes de la reunificación, mientras nos tomábamos una cerveza en un colorido boliche de la elegante avenida Kurfürstendamm. “Pero somos responsables de todo lo que nuestro país ha hecho y hace, y nos hacemos cargo de su historia.” Esa cerveza fue bebida hace treinta años, pero la Alemania de hoy, con los problemas agudos y las apremiantes contradicciones de todo capitalismo maduro aquejado de desequilibrios crónicos, tiene un esqueleto institucional y un compromiso democrático de un vigor y una credibilidad innegables.

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En los veinte años que siguieron al derrumbe del Estado oriental modelado en el esquema soviético, los alemanes fueron capaces de articular y hacer converger, de modo tenso y a menudo riesgoso, dos realidades sociales y estatales que parecían imposibles de compaginarse.
Es imposible imaginar ahora mismo qué admiraba de la fornida democracia de esta Alemania la Presidenta de la Argentina. El festival de improvisaciones, absurdos, bochornos y desprecios por el Estado de derecho que hoy se registra en la Argentina, y que en gran medida responden a la desesperación de poder que emana del Gobierno, no tienen nada que ver con ese sistema de estólida previsibilidad que han venido liderando, desde Adenauer hasta Merkel, personas de recio encuadramiento en la austeridad republicana.
Hubo sofocones y traspiés feos, naturalmente. El imponente Willy Brandt, un fenomenal líder socialista del siglo XX, que peleó contra el nazismo durante la Segunda Guerra y que como canciller alemán pidió perdón de rodillas a los judíos exterminados y a otras naciones esclavizadas por la Alemania hitleriana, tuvo que abandonar el poder porque su mano derecha y secretario privado era un espía comunista infiltrado por el Este. El macizo demócrata cristiano Helmut Kohl perdió el poder porque, durante su extenso mandato, fondos estatales se derivaron al financiamiento de sus actividades políticas partidarias. Pero ambos pagaron por sus errores, negligencias u olvidos, todo lo contrario de lo que prevalece en una Argentina donde la admiradora de Alemania y su gobierno hacen de la cosa pública un asunto privado de quienes gobiernan, un país de “accountability” inexistente.


Pero la chapucería no es un rasgo exclusivo del oficialismo en esta menesterosa política de la Argentina de mayo de 2009. Si el kirchnerismo se sirve de los servicios profesionales del politólogo anglo-argentino Ernesto Laclau, un teórico del populismo latino que durante la mayor parte del año prefiere las delicias del viejo Londres imperial a las rusticidades concretas de la vida cotidiana en estas pampas chatas nacionales (así bautizadas por el enorme poeta Miguel Brascó), los “espacios” políticos nuevos también se ufanan de tener sus propios ideólogos importados.
Un caso especialmente agraviante es el del ecuatoriano Jaime Durán Barba, natural de una tierra cuyo actual presidente Rafael Correa simboliza una afición nacional por la incontinencia retórica. Asesor de imagen y gerente mediático de Mauricio Macri y Francisco de Narváez, Durán Barba ametralló con descalificaciones ramplonas al radical Ricardo Alfonsín y al justicialista Felipe Solá. Profundamente ignorante de la política argentina, a la que cree conocer, y –encima– despreciativo e hiriente, el gerente de campaña de Macri y De Narváez habló libremente por los medios sin que nadie le repreguntara con verdadero rigor.
En lugar de ocupar el lugar de frugal silencio que corresponde a todo consultor, encima foráneo, el ecuatoriano patentizó, sobre todo, la frivolidad de sus clientes, quienes le pagan, embelesados ante la figura pintoresca de “pollster” supuestamente exitoso.


Consecuencias catastróficas y gratuitamente autodestructivas para Macri y De Narváez. El rústico ataque a Raúl Alfonsín (su prestigio es sólo una moda porque acaba de morirse, pero no fue una persona importante en la Argentina, balbuceó, como manera de despotricar contra Ricardo) así como la burda descalificación de Solá (los peronistas son un salvavidas de plomo, escupió, dándole una formidable herramienta al kirchnerismo, empeñado en una empecinada pelea con el justicialismo independiente del Gobierno) ratificaron la inmensa superficialidad de quienes cholulean con extranjeros con jugosos contratos, no para aprender sino para brillar, y terminan arrasados por la ordinariez de estos expertos.
Es algo parecido al papel que hace una presidenta que dice admirar países y métodos que son la exacta contrapartida de lo que ella dice y hace cada día en estas desolaciones sureñas. Hasta cuando se proponen ser cosmopolitas abiertos al mundo, son irrevocablemente aldeanos, deprimentemente mediocres.