Hay un cambio en la naturaleza de la política. La política se ha convertido en una serie de oportunidades fotográficas, en que la presencia reemplaza a la sustancia. El sociólogo Zygmunt Bauman no habla específicamente de Argentina, aunque la incluye. Entre las imágenes que quedarán en la retina de 2016, las instantáneas de la gestión Macri se entremezclan en un tiempo en el que los viejos modelos parecen revolcarse en sus cenizas, mientras lo “nuevo” ilumina con algunos chispazos un futuro lleno de incertezas.
Los referéndums de Colombia, Gran Bretaña y Hungría, a pesar de sus enormes diferencias, marcan el pulso de un ánimo colectivo mucho más emotivo e irracional que estratégico. Grandes valores, al menos aspiracionalmente, parecían marcar el ideario de Occidente. ¿Quién podría darle la espalda a la paz para continuar imbuidos en el horror que arrojan 52 años de guerra, entre unas FARC que está dando vuelta la página y un Estado colombiano que busca controlar su territorio? ¿Cómo explicar un Brexit que supuestamente le quitará al Reino Unido las cargas de una Unión Europea asimétrica, pero condicionará y limitará su futuro y las biografías de los jóvenes? O una Hungría xenófoba que vivió en carne propia los estragos de la guerra y hoy es insensible ante refugiados indefensos?
Lo que une estos plebiscitos, más allá de los resultados sorprendentes, es la indiferencia. Los altísimos niveles de abstención muestran que quienes inclinan la balanza son quienes ejercen su vocación por el “cambio”. Un cambio en el que se prioriza lo coyuntural, lo inmediato, los intereses pequeños que arroja la preocupación por uno mismo o por la afectación directa. En esta idea en la que cada cual es el “empresario” de su vida, gestionar la existencia individual supone al otro como competencia, como amenaza, como usurpador de derechos, porque el bienestar colectivo puede afectar el propio. Por acción u omisión, el tejido social, esa red que nos contiene, se deshilacha irremediablemente.
La conexión con la otredad es una maqueta visual manejada por pulgares que aprueban o desaprueban. El desencanto de la política, la desconfianza en las instituciones y la notoria carencia de liderazgos marcan las urgencias de un presente que no proyecta futuro.
Si la política no interesa, como se atreve a decir el gobierno de Cambiemos, la comunicación podría reemplazarla. Como por arte de magia, o del ploteo, el helicóptero del SAME se transforma en policial. Macri, que le teme al contacto espontáneo con la gente, simula subir a un colectivo en el Conurbano, timbrea a vecinos anónimos, toma mate y dialoga con humildes preseleccionados, como en una exitosa ficción televisiva. Las paradojas de la política, sin embargo, tienen vida propia. El populismo, denostado y usado por el PRO para explicar todos los males que lo aquejan, parece colarse en la gestión actual en su versión de “populismo mediático”, tratando de llenar con símbolos e imágenes las falencias de un modelo al que le falta densidad y le sobran agujeros.
Ante la falta de un líder especialmente carismático, las redes son una ayuda invalorable. La comunicación directa entre “Mauricio” y las “masas” está atravesada por una virtualidad que permite controlarla y manipularla. En las redes no hay contexto, ni explicaciones, sólo eslóganes. Como si se viviera en una campaña eterna. La imagen descontracturada y omnipresente de un hombre en camisa, que baila, anda en bicicleta y besa a su esposa, intenta construir a un líder cercano pero poderoso: un presidente que centraliza el poder porque desconfía de las instituciones, incluso del Estado que conduce. La antigua antinomia Patria-Antipatria se traduce entre una gestión de dudosa eficiencia o burocracia. Es la política reemplazada por la gestión y la gestión reemplazada por la imagen. Nada es nuevo en este marketing. Finalmente, la tecnología sólo les dio una mano de pintura a las vetustas paredes del Palacio construido bajo los viejos vicios de la comunicación política.
*/**Expertos en Medios, Contenidos y Comunicación. *Politóloga. **Sociólogo.